Artículo publicado en La Opinión de Tenerife el 14 de noviembre de 2014
Llevo largo tiempo reparando en que los hispanohablantes planetarios no
tenemos rival a la hora de adoptar términos originarios de la antaño Britania.
Mientras la mayor parte de los países del mundo recurren al uso de anglicismos,
bien porque sus idiomas son pobres, bien para suplir conceptos de reciente
creación en disciplinas como la economía o la informática, nosotros hemos ido
mucho más allá. En un alarde de generosidad, hemos optado por utilizar términos
de los que ya disponemos en nuestro diccionario pero que, sacrosanta
globalización mediante, nos aportan un perfil más moderno y aperturista,
mientras arrinconamos a aquellos y los condenamos a una muerte segura. En esta
loca carrera hacia ninguna parte, hemos decidido ponernos al día para evitar
ser tachados de retrógrados idiomáticos, al margen de que la Real Academia
Española tome últimamente algunas decisiones que a los enamorados de la lengua
de Cervantes nos inunden de razones para hacer las maletas.
Qué tiempos aquellos en los que los “pins” eran insignias, el “lunch”,
una comida ligera, el “casting”, un reparto de actores y los “posters”,
carteles que colocábamos en las paredes de nuestras habitaciones de
adolescentes. Por aquel entonces, los empresarios hacían negocios en vez de
“business” y los obreros se lanzaban en plancha a la fiambrera -nada de “tuppers”-
para averiguar el menú de rigor. Y es que el universo gastronómico tampoco se
libra de esta moda funesta y, así, los tradicionales tazones de leche que
acompañaban a la típica porción de tarta o a la ancestral magdalena, ahora se
transforman, por obra y gracia del progreso intercultural, en un “bowl” con “cake”
o “muffin”, a elegir. Por lo que respecta a realizar una breve parada para engullir
una hamburguesa con tocino en una tasca,
ahora se trata de un “break” para tomar una “burger” con “bacon” en un
local de “fast food”.
Definitivamente, no hay color. El nivel intelectual aumenta sin
discusión y nos aporta un tono más “cool” (o sea, con más estilo) para poder ir
de “shopping” (vulgo, de compras), y aprovisionarnos de “jeans”, “leggins”,
“sweaters” y “boxers” (los vaqueros, mallas, sudaderas y calzoncillos de toda
la vida).
Actividades tan populares como hacer gimnasia o salir a correr mejoran
de por sí su reputación si se definen con la mayor naturalidad del mundo como
“aerobic”, “footing”, “jogging” o “running”, y no digamos nada si además se
realizan bajo la supervisión de un “personal trainer”, o sea, el clásico
entrenador.
En definitiva, ahora somos mucho más "fashion" porque dejamos
los coches en el “parking” en vez de en el aparcamiento para ir a la oficina a
enviar unos “mailings” (correos suena equívoco) antes de la aconsejable terapia
de grupo con el recién contratado “coach” de la empresa (al parecer, el último
grito en profesiones del futuro).
Por fin, llegada la jornada a su ocaso, encendemos un televisor que nos
rebota imágenes de “magazines” y de “realities” en los que los protagonistas de
la noticia son víctimas de alguna “interview”. Entre declaración y declaración,
nos dan paso a la publicidad, una serie de “spots” que antes se llamaban
anuncios y que ya no estamos por la labor de soportar gracias a las ventajas
del “zapping”, lo que en román paladino se conoce como cambiar de canal.
Es para volverse loco. Pero siempre nos quedará el consuelo de alardear
de ciertas prácticas imposibles de traducir a otras lenguas, como nuestra
tradicional y genuina siesta. Y es que, entre las importaciones sajonas y los
eufemismos autóctonos, va a llegar un momento en el que no vamos a saber ni
hablar. Porque, por lo que se refiere a leer y a escribir, hace ya varios
lustros que perdí la esperanza.
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