Últimamente me asalta la sensación de haber
diagnosticado con acierto una enfermedad crónica que, de un tiempo a esta
parte, sospecho que nos aqueja a todos y cada uno de nosotros: la pretensión de
que la ficción supere a la realidad. Vano intento si tenemos en cuenta que la realidad
es extremadamente tozuda y, cuando decide hacer acto de presencia, no nos deja
más salida que la rendición. Me conmueve cada vez más la capacidad infinita del
ser humano para intentar huir de los problemas, para tratar de evitar lo
desagradable. Y en esta necia carrera hacia un imposible no nos duelen prendas.
El primer paso consiste en no llamar a las cosas por su nombre, como si así poseyéramos
el don de su transformación, la capacidad de convertirlas en lo que no son. Somos
verdaderos maestros del autoengaño y, para ganar esta batalla, los eufemismos
se revelan como nuestros mejores aliados. De más está decir que estas figuras
retóricas cumplen su finalidad a la perfección y no hay ámbito que se les
resista en su particular cruzada contra el lado oscuro de la fuerza. Estamos firmemente
decididos a marginar de nuestra existencia todo aquello que desentone con la
idea de perfección comúnmente aceptada. Perfección entendida como juventud y
belleza. Perfección entendida como salud y riqueza.
En nuestro mundo ficticio ya
no existen viejos, sino personas entradas en años. Nadie se muere, se limita a
pasar a mejor vida. Además, nunca es por culpa de un cáncer sino de una larga y
penosa enfermedad. Los despidos son regulaciones de empleo y los inevitables insultos
del parado, agresiones verbales. Quienes cometen un delito no dan con sus
huesos en la cárcel, permanecen en establecimientos penitenciarios donde no conviven
con otros presos sino con otros internos. Tampoco les vigilan carceleros sino
funcionarios de prisiones. Los locos de hoy en día padecen discapacidad
psíquica y los retrasados mentales, desarrollo tardío. Los suicidas han pasado
a ser difuntos por voluntad propia.
Ya no existen putas sino profesionales del
sexo, tampoco suegras sino madres políticas, ni negros sino hombres de color, aunque
ese color sea el negro. Las guerras son intervenciones militares, los
terroristas, activistas y la tortura un método de persuasión. Las víctimas
civiles de cualquier carnicería se reducen a meros daños colaterales por obra y
gracia de las estadísticas de los Ministerios de Defensa. Las mujeres gordas
son señoras entradas en carnes y jamás van al retrete sino al servicio. Los alumnos
que martirizan a sus profesores no son expulsados de clase sino excluidos
temporalmente de las aulas. Los telespectadores no alucinan ante la sobredosis
de mediocridad de las tertulias de sobremesa. En todo caso, padecen
alteraciones en la percepción. Y la crisis que nos atenaza no es más que el
enésimo período de crecimiento negativo de la economía.
Menos mal. Semejante aclaración
me tranquiliza enormemente así que mi próxima carta a los Reyes Magos será la excusa perfecta para pedirles el Diccionario Ficción-Realidad/Realidad-Ficción,
un instrumento definitivo para recordar que el culo se ha transmutado en
glúteos y la basura en residuos sólidos urbanos.
Hola guapetona:
ResponderEliminarNo se puede decir más alto ni más claro, Myr. Tienes toda la razón del mundo. A mí el "asunto eufemístico" me enerva...Uff.
Besicos.
Pues sí. Yo tampoco soy demasiado partidaria de los paños calientes y todavía menos si se prostituye el lenguaje para tal fin.
ResponderEliminarMás besos.