Artículo publicado en la revista de habla hispana "La Ruptura" el 15 de febrero de 2013
De un tiempo a esta
parte la denominada mediación familiar se está alzando como una alternativa muy
adecuada para la resolución de los conflictos derivados de algunos procesos de
divorcio. Se trata de una opción mediante la cual las parejas recurren a una
tercera persona –el mediador- con el fin de tomar una serie de medidas y lograr
un conjunto de acuerdos tendentes a reorganizar su relación como padres y a
mantener una relación lo más equilibrada posible entre ambos. Este profesional
debe poseer amplios conocimientos de distintas disciplinas provenientes de los
ámbitos del Derecho y la Psicología, además de una serie de cualidades
imprescindibles para llevar a cabo su labor, tales como flexibilidad, tolerancia
e imparcialidad. No debe primar el interés en que ninguna de las partes resulte
más favorecida que la otra en la negociación.
Conviene aclarar
desde el principio que no estamos ante una terapia de pareja cuya finalidad sea
la reconciliación de los miembros sino ante un instrumento de resolución de los
problemas que acarrea la ruptura de su relación. Por lo tanto, no procede
hablar en términos de ganadores o perdedores, ya que el fin último es
beneficiar a todos los afectados por la nueva realidad convivencial y, en ese
sentido, los dos progenitores están del mismo lado y su voluntad es priorizar
el interés compartido de la parentalidad frente a sus propios intereses
individuales.
Los mediadores
ofrecen métodos para alcanzar un consenso en los aspectos más relevantes que
afectan al futuro de los hijos y facilitar esas tomas de decisión de los padres
de forma conjunta, coadyuvando claramente a la adaptación de los menores a sus
nuevas condiciones de vida. Toda separación, por regla general, tiende a ser dolorosa
y traumática pero no es menos cierto que sus consecuencias pueden verse
atenuadas si se afrontan con generosidad y con buena voluntad. Es en
circunstancias adversas cuando los adultos deben demostrar a los niños su nivel
de madurez. Por ello, entre las ventajas que ofrece la alternativa de la
mediación familiar, destaca la no utilización de los vástagos como moneda de
cambio, tentación muy recurrente en no pocos procesos de divorcio. Además, supone
un sistema “a la carta”, en el sentido de que se adapta a las necesidades
particulares de cada grupo familiar. Asimismo, disminuye costes tanto
emocionales como económicos y temporales.
Se lleva a cabo en
dos fases y el número medio de sesiones oscila entre seis y nueve. Si
finalmente se llega a un acuerdo en todos los aspectos previstos, se redacta el
pertinente documento que sirve para iniciar los trámites judiciales del
divorcio. No obstante, al tratarse de una participación voluntaria, puede ser
suspendida unilateralmente tanto por cualquiera de las partes como por el
mediador.
Sin embargo, esta
vía no es aconsejable en todos los casos. Si la confrontación entre los
cónyuges es muy profunda, padecen o ejercen episodios de violencia doméstica, o
sufren adicciones como alcoholismo, toxicomanía, ludopatía u otras, se deben
realizar los tratamientos y ajustes correspondientes antes de dar paso a la
mediación. Pero exceptuando
dichos ejemplos tan extremos, opino que vale la pena explorar nuevos caminos de
entendimiento que conduzcan a la meta más importante para unos padres: la
felicidad y el bienestar de sus hijos.
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