Escucho en la radio a primera hora de esta mañana que un juez responsabiliza
a la directora y a dos educadoras de un centro infantil de La Rioja por una
serie de delitos contra la integridad moral de los niños. El Magistrado
considera en su Auto que hubo "insultos, pequeños golpes y encierros de
menores", que fueron más allá de lo que se entiende por medidas
correctoras.
Tras el escalofrío inicial, me ha venido a la cabeza un texto que escribí
en su momento sobre la extendida costumbre del “azote a tiempo”, del que soy
feroz detractora y, dadas las circunstancias, creo que es un buen momento para
rescatar aquellas reflexiones que sigo defendiendo con el mismo ahínco de
entonces. Generé la controversia el 25 de marzo de 2011 y no me he movido un
ápice de lugar.
UNA VOZ EN CONTRA DE LOS “AZOTES A
TIEMPO”
Más de una vez he presenciado a padres o madres pegar a sus hijos. No estoy
hablando de una paliza en sentido estricto sino del tradicional aunque, en mi
opinión, antipedagógico “azote a tiempo”. Nunca he sido partidaria de
justificar la violencia, con independencia de su grado. Considero que hiere de
muerte a la racionalidad que se le presupone al ser humano y que le debe
distinguir de los demás animales. Distinto es que, en función de las
circunstancias que la originen, pueda sentir una mayor o menor comprensión con
quienes la ejercen, pero siempre rechazando de plano que sea contemplada como
una opción educativa. Es una alternativa que deploro y a la que no otorgo
efectividad alguna ni a medio ni a largo plazo. Sin embargo, multitud de
personas opinan que una torta, una
nalgada o un zarandeo son de gran utilidad y persisten en acudir a ellos en la
esfera familiar.
Convendría tener en cuenta que lo que para algunos es un límite aceptable
de violencia, otros pueden considerarlo excesivo, habida cuenta que es más que probable que su
intensidad aumente a medida que otras acciones previas carezcan de efectividad.
No niego que la mayoría de los padres, cuando una situación les supera,
recurran muy a su pesar al cachete, perdida por completo la paciencia y sin
saber cómo actuar. Pero si a nadie le gusta que le aticen, menos todavía a los
chiquillos que, ante la manifiesta pérdida de papeles de su cuidador, se
sienten profundamente humillados y dolidos. Estas reacciones tan disculpadas
socialmente no son más que la constatación de un irresponsable impulso humano
susceptible de ser controlado. Se trata de un recurso rechazable y constituye
un modelo pésimo para la corrección del comportamiento y la resolución de
conflictos, además de resultar doloroso para ambas partes tanto física como
emocionalmente.
No existe mejor camino hacia una educación eficaz que el de los buenos ejemplos.
En las etapas iniciales del desarrollo como de verdad se aprende no es
escuchando lo que se debe hacer sino viendo cómo lo hace el responsable de
quien se depende. Por lo tanto el azote, por suave que sea, transmite el
mensaje erróneo de que los más fuertes imponen sus criterios y que, en
consecuencia, perder el control está justificado en ocasiones. Educar a un hijo
no tiene plazo de caducidad. No concluye cuando cumple los tres años, ni los
seis ni los catorce. Pero
inexorablemente llega el día en el que ya no puede ser controlado a base de
levantarle la mano. Debemos entonces reconocer con absoluta sinceridad que los
más pequeños son los destinatarios de este tipo de medidas por la sencilla
razón de que están en inferioridad de condiciones. La prueba evidente es que a
nadie en su sano juicio se le ocurriría hacer lo mismo con un vecino molesto,
un conductor agresivo o un jefe despótico, en previsión de que éstos le partan
la cara. No hay que olvidar nunca que los menores merecen el mismo trato que
dispensamos a quienes ya no lo son. Ser sus padres no equivale a ser sus dueños
ni otorga carta blanca para descargar sobre ellos unas tensiones del día a día
que ni siquiera han provocado.
Todo aquel que sufre reacciones violentas por parte de sus progenitores
interioriza la idea perversa de que tales conductas pueden ser aceptables si se
ejercen contra alguien más débil o si se emplean aduciendo una causa justa,
luego no es descartable que él mismo las reproduzca en su madurez. Tampoco es
infrecuente que el adulto, para justificarse tristemente ante sí mismo,
pronuncie la famosa coletilla “es por su bien”. Yo me conformaría con que, si
no se puede evitar la pérdida de control, al menos se reconozca el error y no
se trate de adornar en vano.
Pues coincido contigo, porque... ¿Cómo puede entender un niño el "no se pega" si el propio adulto para corregirle le da un azote? Pero también entiendo que es complicado saber educar y buscar la fórmula perfecta para que ni el peque sea el dictador de la casa, ni el adulto le coarte en demasía. No me gusta la violencia, pero como dices, si llegamos a perder los papeles, también el niño merece escuchar un "lo siento" de labios del adulto.
ResponderEliminarBesos
Así es. La coherencia es sumamente fácil en teoría pero muy difícil en la práctica y los niños se dan perfecta cuenta de los contrasentidos de los adultos. Decirles "no se pega" mientras se les da un azote, "fumar perjudica seriamente la salud" mientras se sostiene un cigarrillo entre los dedos, o "beber en exceso es malo" sujetando una copa en la mano no es de recibo. De todas formas, ¿quién dijo que educar fuera sencillo? Me quedo con tu última reflexión, la conveniencia de reconocer nuestros errores y pedirles disculpas por ellos.
ResponderEliminarFeliz semana.
MYRIAM