martes, 30 de septiembre de 2014

CATEQUESIS PARROQUIALES: LA INCOHERENCIA SE MANTIENE





En estas fechas de inicio de curso también eclesial he vuelto a recordar una conversación a la que hace algún tiempo asistí con perplejidad. La mantenían varias personas cuyos hijos eran candidatos a comenzar la preceptiva catequesis de Comunión un  mes de septiembre como el que hoy concluye. En su centro escolar se les impartía la asignatura de religión pero los conocimientos exigidos para recibir dicho sacramento  habían de adquirirlos en la parroquia que correspondía a su domicilio.

La falta de entusiasmo ante el evento presidía la reunión y me resultó sumamente revelador comprobar que todos los participantes afrontaban aquel futuro período de dos años como una auténtica condena. Pero todavía me sorprendió más que ninguno de ellos tuviera el valor suficiente para ser consecuente con su mayor o menor rechazo a las normas y costumbres del credo cristiano. En realidad, pretendían alcanzar una suerte de acuerdo colectivo para compartir el trago venidero de la mejor manera posible. Algunos no querían defraudar a sus pequeños con el argumento de que, si sus amigos la hacían, ellos no iban a comprender el porqué de la negativa paterna y la consiguiente ausencia de fiesta y de regalos. Aguantar durante meses los reproches de un decepcionado niño de ocho años no entraba en sus planes. Otros se veían sin el suficiente valor para desilusionar a los abuelos de las criaturas, incapaces de aceptar que sus propios hijos les negasen la satisfacción de ver a sus nietos privados del sacramento infantil por excelencia. Todos sin excepción expresaban su estupor por tener que, durante veinticuatro largos meses, hacer acto de presencia de cara a la galería en la misa dominical asociada a la catequesis, exigencia, en su opinión, desmedida e innecesaria. Llevaban tanto tiempo sin pisar una iglesia que afrontaban el porvenir con auténtico vértigo. Finalmente, acordaron seguir hablando del enojoso asunto con el fin de cuadrar agendas y consolarse mutuamente.

Confieso que en aquel momento, movida por una prudencia mal entendida, no me pareció oportuno -a pesar de que conozco los entresijos parroquiales razonablemente bien- manifestar mi opinión, radicalmente contraria  a la del resto. Siempre he procurado ejercer una crítica constructiva de la jerarquía eclesial. No dudo de que la Iglesia Católica presenta a lo largo de su historia una trayectoria de luces y sombras y que acierta cuando asume su cuota de responsabilidad en el descrédito que le acompaña. Resulta paradójico que, a pesar de ser la portavoz del mensaje cristiano (uno de los más influyentes y positivos de la Historia de la Humanidad) no pueda, no sepa o no quiera contrarrestar con datos perfectamente demostrables -servicios en hospitales, colegios, comedores sociales, misiones y muchos otros- esa mala imagen que no se ajusta fielmente a la realidad, o no al menos en la medida en la que sus detractores pretenden hacer creer a la sociedad. Mientras quienes dirigen la Iglesia no den ese paso, un buen número de padres seguirá llevando a sus hijos a una catequesis en la que no cree, donde unos sacerdotes desconocidos les transmitirán  unas enseñanzas que no tendrán reflejo en el ámbito familiar y que acabarán el día de su Primera y Última Comunión, cuando termine el banquete, se repartan los regalos y los invitados regresen a sus hogares.

En el comienzo de este curso catequético 2014-2015 se impone de nuevo una reflexión, porque los menores, a pesar de su corta edad, perciben claramente las incoherencias de que hacen gala los adultos responsables de su formación. Éstos deberían plantearse hasta qué punto están respetando a sus hijos inculcándoles unas creencias que no comparten o que, en el mejor de los casos, les resultan indiferentes. ¿O acaso intentarían convencerles de los perjuicios del tabaco mientras sostienen un cigarrillo entre los dedos? Y, en mi opinión, también resultaría imprescindible modificar de raíz esa moda nefasta de transformar una celebración eminentemente espiritual en una exhibición de vestidos, restaurantes y obsequios que en nada coincide con la humildad del mensaje cristiano. Sería muy de agradecer que las propias parroquias facilitaran una sencilla túnica a cada niño según su talla, contribuyendo así a evitar comparaciones odiosas en función de la capacidad económica de las familias. Como en tantas otras cuestiones de la vida diaria, las formas han aniquilado el fondo.

Una lástima.

viernes, 26 de septiembre de 2014

PONGA UN IMPUTADO EN SU LISTA



Artículo publicado en La Opinión de Tenerife el 26 de septiembre de 2014

Artículo publicado en La Provincia (Diario de Las Palmas) el 26 de septiembre de 2014






La cuestión de si deben dimitir los políticos cuando resultan imputados por un hecho que supuestamente han cometido centra en las últimas semanas una parte del debate mediático, coincidiendo con otra nueva imputación de la alcaldesa de Alicante, Sonia Castedo, por prevaricación y tráfico de influencias. La máxima regidora del Ayuntamiento de la capital mediterránea, perteneciente al Partido Popular, se resiste a presentar la dimisión a pesar de su escandalosa situación personal. Desde luego, en un país como el nuestro, donde conjugar el verbo “dimitir” en el ámbito político es prácticamente una utopía, no sorprende la voluntad de hierro de la señora Castedo a la hora de aferrarse a la poltrona municipal. Lo que no tiene justificación alguna es la resistencia de su partido -el mismo que hoy gobierna España y cuyas siglas representa la mandataria- a enviarla a su casa de una vez por todas. Con varias citas electorales a la vuelta de la esquina, la estética de las candidaturas tanto a izquierda como a derecha no puede ser más nefasta, por lo que urge desterrar esa querencia a salpimentar sus planchas con uno o varios imputados, como si dentro de sus filas no existieran nombres limpios de polvo y paja.  

Pero en esta materia tampoco existe un consenso generalizado. Juristas, sociólogos, politólogos y periodistas defienden posturas contrapuestas sobre la actitud más conveniente a adoptar por parte de los políticos que se enfrentan a un proceso judicial. Con el fin de clarificar someramente algunos conceptos básicos, se entiende por “sospechoso” quien brinda fundamentos para hacer un mal juicio de su conducta o de sus acciones. El término, por lo tanto, comporta la connotación negativa de ser responsable de algo malo, no bueno. Así, no se dice que un sujeto sea sospechoso de haber hecho una obra de caridad. En el ámbito jurídico, la imputación es el acto que implica la acusación formal de una persona por la realización de un concreto delito. A partir de ese momento, en su condición de sujeto procesal, le amparan ciertas garantías, como la presunción de inocencia o la defensa en juicio. En nuestro Derecho Penal, el “imputado” se convierte en “procesado” cuando el Juez de Instrucción -que es el encargado de investigar en un principio el presunto hecho delictivo-, una vez concluida su investigación, considera que existen pruebas suficientes para atribuirle a aquél la comisión de un delito, cediendo el testigo a otro Juez o Tribunal que será el encargado de continuar con el enjuiciamiento. Por último, se define como “condenado” al ciudadano al que se le impone la pena asociada a un delito, tras haber quedado demostrada su culpabilidad en sede judicial.

No son pocos los que consideran que en un Estado de Derecho es necesario dejar actuar a la Justicia, de tal manera que el hecho de estar imputado no debería conllevar automáticamente la dimisión, máxime cuando un buen número de causas que afectan a representantes electos están impulsadas por sus adversarios con fines electorales. Para algunos expertos, la dimisión es una decisión estrictamente personal que depende de cada caso, en función del tipo de delito y de la entidad de los indicios que se ponderan. En este sentido, no hay que olvidar que, ante una sentencia finalmente absolutoria, el perjuicio causado al afectado es prácticamente irreparable.

Sin embargo, los juristas (y me incluyo), por regla general, se muestran más tajantes y creen que cualquier cargo público debería dimitir ante una resolución judicial que le afecte en un procedimiento. Un juez no imputa gratuitamente y, si lo ha hecho, será porque ha visto evidentes indicios de delito. Es verdad que la presunción de inocencia prevalece por encima de todo pero no es menos cierto que un cargo público debería abandonar su puesto, al menos temporalmente, para afrontar situaciones de este tipo.

Sea como fuere, la polémica está servida, por más que continúe resultando estéril. La dimisión raramente ha sido la opción escogida por nuestros representantes patrios (se pueden contar con los dedos de una mano) y, desde luego, está visto que la opinión de los diversos sectores de la población no les hace mella. De hecho, ni les roza. No pasa de ser carne de tertulias radiofónicas y televisivas. Para colmo de males, vivimos en un país en el que el repunte brutal de los casos de corrupción -véase el reciente Caso Pujol-, no parece llevar aparejado un castigo acorde en las urnas, efecto impensable en la mayoría de las naciones que ejercen unos usos democráticos dignos y sanos y en cuyas sociedades el que la hace la paga. Y lo peor de todo es que aquí no se vislumbra la luz al final del túnel y dentro de unos meses nos veremos abocados por enésima vez a elegir entre lo malo y lo peor. Así nos va.



martes, 23 de septiembre de 2014

UN JUEVES DE LUNA LLENA





UN JUEVES DE LUNA LLENA
Texto escrito especialmente para el Club de Lectura Teide 2010


El 25 de junio de 1964 era un jueves de luna llena. A las puertas del fin de semana, Pamplona abría las murallas al estío y mis paisanos empezaban la cuenta atrás para cantar, bailar y correr delante de los toros, con el capote de San Fermín como testigo de excepción. Me enteré de aquel dato muchísimo tiempo después y de inmediato comprendí por qué el número 4 y el cuarto día de la semana habían sido mis favoritos desde siempre y por qué he sido siempre tan lunática. Estaba marcada desde la cuna. “Jueves, buen día para las mujeres”, recuerdo oírle decir a mi madre, refranera militante, junto a otras muchas sentencias didácticas que poblaban su discurso, del tipo “si el que estando bien su mal escoge, del mal que le venga que no se enoje”. Sabiduría popular. Sabiduría de verdad.  

Una mujer irrepetible, mi madre, que nunca se ha ido de mi lado, ni viva ni muerta. Porque los seres que recordamos no mueren jamás. De hecho, no transcurre un solo día de mi vida en el que no piense en ella, en el que no cierre los ojos y rememore su belleza sin rival, su innata elegancia y su inmensa capacidad de amar. En el que no aspire a reproducir en alguna medida su trayectoria vital. En el que me resigne a no dar la talla y a multiplicar los talentos de la parábola que escuchaba en imponentes catedrales y en diminutas ermitas. En el que no me afane en rentabilizar aquella ingente inversión de amor y esperanza que, junto a mi padre, depositaron en mi cuenta corriente virtual, jamás en números rojos.  

Un hombre de una pieza, mi padre, que nunca se ha ido de mi lado, ni vivo ni muerto. Porque los seres que recordamos no mueren jamás. De hecho, no transcurre un solo día de mi vida en el que no piense también en él, en el que no cierre los ojos y rememore su sonrisa franca, su mirada azul dentro del marco de unas sienes grisáceas y su disponibilidad infinita para ayudar al género humano, sin reservas.  En el que no aspire a que sus nietos conserven en la mente su figura, como un faro perpetuo. En el que me resigne a no obedecer su consigna de que primero es la obligación y después la devoción, como hicieron mis abuelos y, antes, mis bisabuelos.  En el que no me afane en disfrutar del impagable privilegio de estar viva y en reivindicar el lado bueno de las cosas.

El 25 de junio de 2014, medio siglo después, el jueves se ha convertido en miércoles, la luna en sol y Pamplona en Santa Cruz de Tenerife. Cincuenta veranos de luces y sombras, de penas y alegrías, de amores y desamores, de ilusiones y decepciones. Porque así es la vida y así la acepto. Y le doy gracias por lo que me ha dado, como Violeta Parra en sus versos. Y de nuevo pido el mismo deseo al soplar las velas de la tarta: seguir compartiendo mi espacio y mi tiempo con quienes son esenciales para mí, aquellos que forman parte de mi biografía, aquellos sin cuya existencia mi existencia no sería como es. Los que tengo cerca y los que me acompañan desde la distancia. Los que no me olvidan y a quienes tampoco yo olvido. Los que me quieren y a los que quiero. Los míos.

Ese ha sido, es y será mi mejor regalo.


MYRIAM

Junio 2014

viernes, 19 de septiembre de 2014

EL FILÓN DE LOS CONCURSOS INFANTILES DE TELEVISIÓN


Artículo publicado en La Opinión de Tenerife el 19 de septiembre de 2014





Cada vez veo menos la televisión, si cabe. Y eso que la enciendo a diario para otorgarle el enésimo voto de confianza. Sin embargo, tras el barrido de rigor por los infinitos canales, decido invariablemente escuchar la radio, leer un libro o escribir algún artículo como éste, que me sirva de terapia contra el cabreo y la decepción. Por fortuna, salvaguardo mi cuota cinematográfica como oro en paño acudiendo siempre que puedo a las salas de proyección. 

La cuestión es que he descubierto recientemente que, en otra muestra más de originalidad, la mayoría de las cadenas televisivas, tanto privadas como públicas, se han apuntado al filón de los concursos infantiles con el ánimo de reproducir las rentables fórmulas de éxito de similares formatos para adultos. Ni que decir tiene que la guerra por las audiencias les obliga a simultanear ofertas casi idénticas, con el único requisito de cambiar el nombre -que va desde “Pequeños gigantes” a “Tu cara me suena mini”, pasando el próximo proyecto con que amenaza la Televisión Autonómica de Canarias, “Family Show” (ante todo, canariedad)- y el día de emisión. 

Se tengan hijos o no, las dotes de imitación de los más pequeños son por todos conocidas, constituyendo uno de sus recursos por excelencia para integrarse en el mundo de los mayores. También es una realidad incontestable que algunos de ellos poseen unas cualidades especiales para el desempeño de determinadas actividades artísticas, entre ellas la música manifestada a través del canto, el baile y la interpretación. Hasta aquí, nada que objetar. De hecho, han existido, existen y existirán vías adecuadas para encauzar ese particular talento, ya sea a través de conservatorios, academias de danza o escuelas de teatro. 

Lo que, en mi opinión, resulta denunciable es la utilización mediática de una serie de chavales que, víctimas de un casting cuyo objetivo primordial es engordar las arcas de las grandes productoras, se exponen a dar una imagen bastante lamentable de sí mismos y a poner en riesgo el deseable desarrollo psíquico asociado a su corta edad. Flaco favor les están haciendo los conductores de esas galas y los miembros de los jurados con sus comentarios y valoraciones. Cuando les observo emular a los famosos, con sus atuendos deplorables, gestos fuera de lugar y coreografías salidas de tono, no puedo por menos que entristecerme, cuando no abochornarme, al tiempo que me pregunto en qué estaban pensando exactamente sus padres cuando firmaron el contrato. 

Yo, que también soy madre, no dudo que adorarán a sus hijos. Incluso esgrimirán en su descargo que son felicísimos actuando delante de las cámaras y siendo los más populares del colegio. Dirán también que ellos no tienen la culpa de que sus criaturas rebosen arte por los cuatro costados. Visto así, en vez de criticarles, quizá debería agradecerles el gesto de amenizar las noches de esta España en crisis con la carne de su carne. Pero no puedo. Porque a mí, por lo que supone de falta de respeto a la infancia y a la protección de la ingenuidad, me aterra esa exposición obscena en horario de máxima audiencia y soy incapaz de disimular mi indignación.