martes, 1 de febrero de 2011

CLASES PARTICULARES PARA AFRONTAR LA MUERTE

ARTÍCULO PUBLICADO EN "LA OPINIÓN DE TENERIFE" EL 1 DE FEBRERO DE 2011


Hace más de una década sufrí en mis propias carnes una experiencia personal que habría de marcar mi futuro. Varias estancias hospitalarias precedieron a la muerte de mi madre y aquel período que ambas compartimos me sirvió para comprender que hay otros mundos en los que la enfermedad, la soledad y el dolor son compañeros inseparables. Mundos frecuentados por cuerpos enfermos que se sienten solos y desamparados. Mundos habitados por profesionales de la medicina y la enfermería, por voluntarios, por religiosos y por empleados de las áreas más diversas que, en la mayoría de los casos, son un modelo de entrega y solidaridad. Mundos en los que familiares y amigos están sometidos al yugo inexorable de los horarios de visita. Mundos temporal o definitivamente alejados de la felicidad, de la tranquilidad, de la cotidianeidad.

Desde entonces, siempre me he preguntado por qué no nos educan para la muerte desde que somos niños. Si la única certeza con la que nace el ser humano es la de saber que más pronto o más tarde morirá, no sería tan descabellado que existiera un protocolo educativo que nos sirviera para afrontar de un modo positivo tan inevitable realidad. La larga etapa de aprendizaje que durante nuestra infancia tiene lugar en las aulas sería la más idónea para que nos informaran y nos formaran, junto al resto de materias tradicionales, sobre la comprensión y posterior aceptación de nuestra caducidad innata. Sin duda, nos ahorraríamos mucho sufrimiento y sería la mejor orientación para  valorar nuestra vida en su justa medida y aprovecharla intensamente.

No hay duda de que la muerte es una constante fuente de preocupación para el ser humano. En mi opinión, pocas son las personas que no tuercen el gesto cuando se aborda este tema y, en función de la postura que adoptan al respecto, las divido básicamente en dos grupos. El primero lo integrarían quienes dicen no temer el momento de su despedida terrenal y el segundo los que se horrorizan ante la perspectiva del final de su existencia. Confieso que yo aún no tengo claro de cuál formar parte. Dependo de mis estados de ánimo. Pero, en todo caso, unos y otros compartimos la misma sensación de vacío interior ante el fallecimiento de un ser querido.

La pérdida de un amigo íntimo fue el detonante que impulsó al magnífico guionista Peter Morgan a escribir la conmovedora historia de Más allá de la vida, última película dirigida por el maestro Clint Eastwood que, a través de estas líneas, me atrevo a recomendar abiertamente. Transmite el escritor con sorprendente sinceridad la terrible soledad que padeció cuando, de la noche a la mañana, perdió a un compañero muy cercano y se vio sin ninguna muleta en la que apoyarse para superar una situación tan dura como inesperada. Explica en sus entrevistas de promoción del largometraje cómo, días después del óbito, podía percibir con claridad una presencia que le acompañaba y que él asociaba al ser querido que acababa de desaparecer. Sin prejuicios y desde el convencimiento de que las almas emprenden el camino hacia una dimensión desconocida pero continúan influyendo en quienes compartieron su andadura mortal, Morgan entrelaza tres emocionantes relatos de seres que han sufrido experiencias cercanas a la muerte. Con seriedad, huyendo del sentimentalismo y construyendo un mensaje de esperanza, la cinta conecta con ese universo de miedos y dudas en el que, en ocasiones, todos nos vemos inmersos.

Exigimos respuestas. Necesitamos consuelo. Muchos recurrimos a la fe. Otros, los más fieles defensores de la máxima “ojos que no ven, corazón que no siente”, abogan por la negación total. Nada de hospitales, nada de tanatorios, nada de cementerios, intentando en vano protegerse del dolor con esa actitud. Algunos, los menos, acuden a gabinetes de videncia movidos por la imperiosa necesidad de contactar con sus muertos, de darles un último beso, de zanjar conversaciones interrumpidas bruscamente cuando baja el telón. Así que la suma de todas estas circunstancias me lleva a considerar que nuestra fragilidad ante el tránsito desconocido por excelencia, seamos mujeres u hombres, jóvenes o viejos, creyentes o ateos, nos convierte en alumnos más que cualificados para recibir clases de la más trascendental asignatura pendiente: aprender a afrontar la muerte.

3 comentarios:

  1. Es un placer leerte. Tu dominio de las letras, de las palabras, hace que la lectura de tus artículos sea siempre placentero. Si, además, logras hacer reflexionar, obtendrías el nivel mayor: reflexión y gozo al mismo tiempo. Sigue así.

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  2. Como buen cinéfilo, a estas alturas de la película debes tener claro que eres una de las columnas centrales sobre la que descansan mi cuerpo y mi alma. Si no fuera por ti, difícilmente mi vida sería como es. Gracias por tu apoyo incondicional, por ser fuente de inspiración, por calmar mis tormentas. POR TODO.

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  3. En mi opinión, la educación para la muerte, en sentido literal, se da en las materias de biología o Ciencias de la vida, curioso, y no de la muerte. El proceso natural de nacer, desarrollarse, envejecer y morir está muy claro y la vida nos va ofreciendo experiencias para poder ir sacando nuestras propias conclusiones. La muerte como proceso no se estudia como no se estudian muchas otras cosas. La cuestión de hacer disciplina o materia curricular con cualquier concepto o idea no tiene mucho sentido. La muerte como la estudia un forense, para datar un cuerpo o para decir a qué hora dejo de existir, no tiene nada que ver con el hecho de como sentimos la pérdida de seres o como aceptamos el hecho de la vida y la muerte. Creo que existen muchos modelos o formas de pasar el duelo, que están lo suficientemente documentados pero no son objetivo educativo, es decir, no es un objetivo considerado importante en el balance total del curriculum. Yo estoy de acuerdo en no ocultarles a los niños el hecho de la muerte, pero en nuestra sociedad se oculta por muchísimas razones. La sensibilidad de las personas, la forma de ser, el carácter nos hace ser diferentes, y los modelos y formas de pensar no se reducen a dos, son muchísimos. La cuestión del más allá es otro tema. El querer hablar con las personas que ya no están es una decisión personal. En mi caso creo que al llevar la mitad de los genes de mis padres en cierta forma son inmortales, claro que de genes hablamos, y si hablamos de almas o vidas en otras dimensiones o estados de la materia entramos en terrenos de la metafísica. Está claro que lo mejor es hablar de los sentimientos, no ocultarlos y eso nos hace conocernos y saber lo que debemos hacer cuando estamos ante situaciones duras. Cuando se murieron mis padres sentí alivio porque dejaron de sufrir. Yo tengo miedo al dolor no a la muerte. Pensar en vida después de la vida cono en la película puede ser una ensoñación, no demostrada, pero posible en nuestra imaginación.

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