miércoles, 15 de mayo de 2013

ACERCA DE LA PRESUNCIÓN DE INOCENCIA



 
 
 
El concepto jurídico de presunción de inocencia, debido a su notable repercusión mediática, se utiliza muy a menudo en la órbita de la opinión pública, aunque no siempre de modo preciso. Por ello, y a fin de clarificar algunos extremos, cabe señalar que se trata de un principio jurídico penal que establece la inocencia de las personas, no como excepción, sino como regla, de tal manera que sólo a través de un juicio en el que se demuestre su culpabilidad podrá el Estado aplicarles la pena que les corresponda. También nuestra Carta Magna recoge esta figura en el punto 2 de su artículo 24 y la consagra como un derecho fundamental.
 
Aunque su aplicación es de ámbito general, si los imputados en un proceso penal son cargos políticos es frecuente que la sociedad realice un juicio paralelo en atención a los hechos dados a conocer a raíz de la apertura de los correspondientes sumarios. Así, los ciudadanos que un día depositaron su confianza en los acusados van sacando irremediablemente sus propias conclusiones  sobre la altura moral de los mismos, sin esperar a una resolución definitiva que, saltando de instancia en instancia, tardará años en dictarse, certificando el drama de una justicia cuya exasperante lentitud la convierte en injusta.
 
En el caso de un primer pronunciamiento absolutorio, a los afectados y a sus partidarios se les llena la boca hablando de linchamientos inadmisibles perpetrados en portadas de periódicos y en titulares de telediarios, al tiempo que aprovechan, repudiando esa libertad de información que sólo defienden cuando les beneficia, para matar al mensajero. Sin embargo, no es descartable que estos individuos de ejecutoria más que dudosa se libren de sus condenas  por los pelos – en ocasiones, por un simple defecto de forma- y, absolución en mano, proclamen a los cuatro vientos su condición de mártires que jamás cometieron pecado, por más que indicios harto contundentes avalen sus vergonzosos comportamientos.
 
Llegados a este punto cabe preguntarse si los votantes, habitualmente tratados como tontos de baba, debemos atenernos exclusivamente al resultado de un fallo judicial a veces recurrible o si, confiando en nuestra intuición y en las flagrantes evidencias, somos libres de pensar lo que nos venga en gana sobre  la indecencia de unos representantes públicos a quienes jamás compraríamos un coche de segunda mano y, acto seguido, obrar en consecuencia. Y la respuesta es NO, porque las reprobables conductas de estos sujetos quizá no puedan considerarse delictivas desde un punto de vista estrictamente jurídico pero, sin duda alguna, son imperdonables desde un punto de vista ético y es en ese terreno, en el de su estrecha obligación de dar el mejor de los ejemplos, donde las personas de bien han de castigar a las inmorales con su desprecio.
 
Yo misma, como ciudadana que siempre acude a votar responsablemente, mantengo una opinión formada acerca de algunos escándalos con nombres y apellidos – Filesa, Rumasa, Gal, Faisán, Albertos, Naseiro, Garzón…-, con independencia de si sus protagonistas hayan sido absueltos o condenados y hayan pisado o no un centro penitenciario. Por fortuna, la Historia con mayúsculas no se escribe exclusivamente en los tribunales, de modo que una sentencia absolutoria no supone en todos los casos un certificado de inocencia real, como tampoco acredita una conducta ejemplar. De hecho, no es infrecuente que los encargados de investigar actuaciones de esta naturaleza reúnan pruebas numerosísimas que, por no ser lo suficientemente concluyentes, aboquen a jueces y magistrados a dictar un fallo no condenatorio en el estricto cumplimiento de la máxima “in dubio pro reo”. Pero, de ahí, a colegir que constituye un refrendo de la honorabilidad de los imputados o a afirmar que los hechos enjuiciados jamás sucedieron, va un abismo. Podemos ser tontos, pero no tanto.


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