martes, 21 de octubre de 2014

MEDIOCRIDAD EDUCATIVA Y "ESCUELA DEL FUTURO"




Por suerte o por desgracia, ya tengo edad suficiente para establecer una comparativa entre mi época escolar en la década de los setenta y  la de mis hijos, el menor iniciando la ESO.

Con apenas cinco años acudí al colegio por primera vez y a lo largo de trece cursos fui destinataria de un modelo educativo que, además de incidir en la importancia del conocimiento, aspiraba como objetivo principal inculcar una serie de valores imprescindibles para la formación de la persona, como el esfuerzo, la responsabilidad y el respeto. No se puede negar que, en ocasiones, el sistema hacía aguas -la perfección no existe- pero, en términos generales, opino que quienes formamos parte de aquellas generaciones pre-LOGSE no deberíamos quejarnos en exceso.

Recuerdo con claridad que nuestros temarios eran más extensos que los actuales. Nos obligaban a leer libros completos en vez de la exigua selección de textos de hoy en día, ideada con la absurda pretensión de no agotar a los alumnos con tan, al parecer, ardua tarea. No existía este afán por el localismo reduccionista y la cultura general que adquirimos era justamente eso, general, e incomparablemente más amplia que la actual. Ahora, testigo de primera mano de la evolución de mis propios hijos, me llena de perplejidad comprobar cómo las cabezas pensantes de los sucesivos Ministerios de Educación del último cuarto de siglo se empeñan en inventar la pólvora cuando, salvo casos excepcionales, la lógica se impone: si estudias, apruebas y, si no estudias, suspendes.

En mi época ni se progresaba adecuadamente ni se necesitaba mejorar. Los profesores se limitaban a valorar del 0 al 10, con lo que facilitaban tanto a alumnos como a padres la comprensión del mensaje recibido. De este modo, se ponían de manifiesto las mejores capacidades o las mayores habilidades para enfrentar determinadas materias y, con datos objetivos, era posible decidirse por un futuro científico, humanístico, laboral o de otra índole.

De más está decir que las malas notas no eran motivo suficiente para acudir a la consulta de un psicoterapeuta infantil. La temida bronca casera se revelaba como la más eficaz de las terapias. Los adultos apenas frecuentaban los colegios y no existía la costumbre actual de las reuniones de principio de curso, ni las entregas de notas en mano, ni las horas de tutoría obligatoria. En compensación, los maestros se alzaban como referentes cuya autoridad nadie discutía, aunque, a veces -todo hay que decirlo-, injustamente.

Sin embargo, a día de hoy, el docente es uno de los colectivos profesionales con mayor incremento de bajas por enfermedad laboral y un considerable número de quienes lo integran han perdido la ilusión por el desempeño de una profesión eminentemente vocacional, sintiéndose inermes para enfrentarse, por un lado, al incremento de las faltas de respeto de niños y adolescentes y, por otro, a reclamaciones paternas a menudo extemporáneas y carentes de fundamento.

Es muy decepcionante comprobar que algunos de los cerebros que dirigieron en las últimas décadas las políticas educativas decidieran que las jóvenes generaciones se igualaran por lo bajo, de tal manera que quien se esforzaba, poseía talento y ganas de aprender, se veía sin apenas alicientes cuando comprobaba que su compañero de pupitre, gracias a los progresistas criterios de calificación de los centros escolares, obtenía (sigue obteniendo) unos réditos muy similares a los suyos con una mínima dedicación al estudio. De hecho, aspirar a la excelencia se contempla, en el mejor de los casos, como una utopía y, en el peor, como la pretensión de cuatro pedantes pasados de moda.

Por ello, convencida de que la CULTURA y el SABER corren grave peligro, me llena de inquietud la noticia que leo hoy en la prensa digital, acerca de la denominada “Escuela del futuro”: los sistemas educativos de todo el mundo sufrirán grandes modificaciones de aquí a 2030, propiciados por la revolución tecnológica. En los próximos quince años, Internet va a convertir los colegios en entornos interactivos que pondrán patas arriba las formas tradicionales de aprendizaje y cambiarán la manera de ser de docentes, padres y estudiantes.
Las clases magistrales desaparecerán y el profesor ya no ejercerá sólo como transmisor de conocimientos, sino que tendrá como principal misión guiar al alumno a través de su propio proceso de aprendizaje. El currículo estará personalizado a la medida de las necesidades de cada estudiante y se valorarán las habilidades personales y las prácticas, más que los contenidos académicos.
La red será la principal fuente del saber, incluso más que el colegio, y el inglés se consolidará como la lengua global de la enseñanza. Asimismo, la educación será más cara y durará toda la vida.
Ante semejante panorama, me limitaré a reproducir dos frases de expertos en la materia cuyo contenido comparto al cien por cien:
«Aprender a aprender está bien, pero primero hay que saber de Matemáticas, Ciencias o Historia. Lo que nos sirve es el conocimiento, porque no se aprende fuera de él» (CARMEN RODRÍGUEZ, Profesora de Didáctica y Organización Escolar de la Universidad de Málaga).
«Se dice que ésta es la generación mejor preparada, pero los universitarios españoles no saben lo que es el Barroco y nunca han leído a Cervantes. Si lo que pretendemos es formar tecnócratas, primarán las habilidades y los conocimientos quedarán reducidos» (FELIPE DE VICENTE, Presidente de la Asociación Nacional de Catedráticos de Institutos).

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