martes, 4 de noviembre de 2014

LLAMAR A LAS COSAS POR SU NOMBRE




Últimamente me asalta la sensación de haber diagnosticado con acierto una enfermedad crónica que, de un tiempo a esta parte, sospecho que nos aqueja a todos y cada uno de nosotros: la pretensión de que la ficción supere a la realidad. Vano intento si tenemos en cuenta que la realidad es extremadamente tozuda y, cuando decide hacer acto de presencia, no nos deja más salida que la rendición. Me conmueve cada vez más la capacidad infinita del ser humano para intentar huir de los problemas, para tratar de evitar lo desagradable. Y en esta necia carrera hacia un imposible no nos duelen prendas. 

El primer paso consiste en no llamar a las cosas por su nombre, como si así poseyéramos el don de su transformación, la capacidad de convertirlas en lo que no son. Somos verdaderos maestros del autoengaño y, para ganar esta batalla, los eufemismos se revelan como nuestros mejores aliados. De más está decir que estas figuras retóricas cumplen su finalidad a la perfección y no hay ámbito que se les resista en su particular cruzada contra el lado oscuro de la fuerza. Estamos firmemente decididos a marginar de nuestra existencia todo aquello que desentone con la idea de perfección comúnmente aceptada. Perfección entendida como juventud y belleza. Perfección entendida como salud y riqueza. 

En nuestro mundo ficticio ya no existen viejos, sino personas entradas en años. Nadie se muere, se limita a pasar a mejor vida. Además, nunca es por culpa de un cáncer sino de una larga y penosa enfermedad. Los despidos son regulaciones de empleo y los inevitables insultos del parado, agresiones verbales. Quienes cometen un delito no dan con sus huesos en la cárcel, permanecen en establecimientos penitenciarios donde no conviven con otros presos sino con otros internos. Tampoco les vigilan carceleros sino funcionarios de prisiones. Los locos de hoy en día padecen discapacidad psíquica y los retrasados mentales, desarrollo tardío. Los suicidas han pasado a ser difuntos por voluntad propia. 

Ya no existen putas sino profesionales del sexo, tampoco suegras sino madres políticas, ni negros sino hombres de color, aunque ese color sea el negro. Las guerras son intervenciones militares, los terroristas, activistas y la tortura un método de persuasión. Las víctimas civiles de cualquier carnicería se reducen a meros daños colaterales por obra y gracia de las estadísticas de los Ministerios de Defensa. Las mujeres gordas son señoras entradas en carnes y jamás van al retrete sino al servicio. Los alumnos que martirizan a sus profesores no son expulsados de clase sino excluidos temporalmente de las aulas. Los telespectadores no alucinan ante la sobredosis de mediocridad de las tertulias de sobremesa. En todo caso, padecen alteraciones en la percepción. Y la crisis que nos atenaza no es más que el enésimo período de crecimiento negativo de la economía. 

Menos mal. Semejante aclaración me tranquiliza enormemente así que mi próxima carta a los Reyes Magos será la excusa perfecta para pedirles el Diccionario Ficción-Realidad/Realidad-Ficción, un instrumento definitivo para recordar que el culo se ha transmutado en glúteos y la basura en residuos sólidos urbanos.

2 comentarios:

  1. Hola guapetona:
    No se puede decir más alto ni más claro, Myr. Tienes toda la razón del mundo. A mí el "asunto eufemístico" me enerva...Uff.
    Besicos.

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  2. Pues sí. Yo tampoco soy demasiado partidaria de los paños calientes y todavía menos si se prostituye el lenguaje para tal fin.

    Más besos.

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