viernes, 4 de octubre de 2019

EN DEFENSA DEL BUEN TRATO A LAS PERSONAS MAYORES



Artículo publicado en El Día el 4 de octubre de 2019

Artículo publicado en La Provincia (Diario de Las Palmas) el 5 de octubre de 2019




Mientras celebraba el pasado 1 de octubre el Día Internacional de las Personas de Edad, no podía por menos que recordar que hasta donde alcanza mi memoria siento una especial predilección por los niños y los ancianos. Tanto unos como otros me han transmitido enseñanzas impagables y de indiscutible utilidad para caminar por la vida con rumbo firme. Sin embargo, nuestra egoísta civilización occidental se caracteriza, a diferencia de la oriental, por el maltrato sistemático que inflige a sus miembros más veteranos. 

Es bien sabido que en este “primer mundo” supuestamente desarrollado, la juventud y la belleza son unos ídolos de barro muy venerados, y que alcanzar una determinada edad constituye el pasaporte perfecto para la invisibilidad. De nada sirven ni el saber acumulado, ni el tiempo libre sobrevenido, ni el afán por colaborar en las causas más diversas, máxime cuando las personas de más de sesenta y cinco años en nada se parecen a sus coetáneas de hace apenas medio siglo. El hecho es que a lo largo de todos estos años de alarmante situación económica y social hemos asistido a nuevas y cada vez peores estadísticas. 

A excepción de las grandes fortunas, que aprovechan las coyunturas de recesión para continuar aumentando sus ya de por sí abultados patrimonios, la maldita crisis ha engullido al conjunto de la ciudadanía en mayor o menor medida, extendiendo su negra sombra sobre cada sector de la sociedad, desde los recién nacidos hasta quienes afrontan la recta final. La cruda realidad es que en épocas de bonanza nos habíamos acostumbrado a prescindir de esos millones de conciudadanos que, amén de ser nuestros padres y abuelos, habían propiciado que sus descendientes viviéramos magníficamente gracias a su pasado de esfuerzo y privaciones. 

Mientras tanto, y como signo inequívoco de ingratitud colectiva, un porcentaje muy considerable de ellos desperdiciaba sus últimas primaveras dando de comer a las palomas u observando las evoluciones de los obreros en lo alto de un andamio, ignorantes aún del pinchazo de aquella inolvidable burbuja inmobiliaria. Pero la vida, a menudo con retraso pero siempre con intereses de demora, goza de la sana costumbre de cobrarse sus deudas. Así que, cuando el sacrosanto Estado del Bienestar comenzó a resquebrajarse, sus víctimas nos apresuramos a entornar los ojos en busca de ayuda y quienes antes nos resultaban improductivos y hasta molestos, aquellos que, a buen seguro, acabarían sus días en un geriátrico por no encajar en nuestro frenético ritmo de trabajo ni en nuestros planes de ocio vacacional, fueron los que nos lanzaron (nos siguen lanzando) unos chalecos salvavidas en forma de cariño incondicional y de pensión de jubilación. 

Muchos de ellos llevaban lustros haciéndose cargo de sus nietos para que sus hijos pudieran aspirar a esa utópica conciliación familiar y laboral que, al menos para las mujeres, continúa resultando una estafa de proporciones descomunales. El caso es que todavía, por obra y gracia de unas circunstancias poco halagüeñas, se siguen viendo obligados a multiplicar el contenido del carro de la compra, amparados en ese famoso refrán que reza que “donde comen dos, comen tres”. Lo cierto es que el fenómeno migratorio de nuevo cuño protagonizado por los condenados a retornar al hogar paterno por culpa del paro y la reducción de ingresos ha modificado en profundidad aquel tejido social que antaño nos sustentaba. 

En consecuencia, y conscientes de hallarnos ante un escenario de dificilísima transformación en un futuro inmediato, parece que por fin ha llegado la hora de auto exigirnos como sociedad un agradecimiento sincero y sin paliativos a estos hombres y mujeres cuya vasta experiencia debería ser nuestro faro. Su abnegada contribución al funcionamiento diario de millones de hogares nos compele a proporcionarles el mejor de los tratos posible, a no confundirles con unos trastos viejos y a darles el lugar que merecen y que, en pura justicia, les corresponde.

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