viernes, 22 de octubre de 2021

SOBRE EL DERECHO A NO TOLERAR LA INTOLERANCIA



Artículo publicado en El Día el 22 de octubre de 2021

Artículo publicado en La Provincia (Diario de Las Palmas) el 23 de octubre de 2021


El filósofo austriaco Karl Popper formuló en 1945 su famosa “Paradoja de la tolerancia”, en la que intentaba alertar sobre los peligros de ser excesivamente permisivos con las ideologías extremistas en las sociedades libres. Defendía que, si se toleraba a los intolerantes, estos acabarían imponiéndose y provocarían la eliminación de la tolerancia. En otras palabras: que, llevada al límite, la tolerancia puede resultar autodestructiva y que, por lo tanto, se debe reclamar el derecho a no tolerar la intolerancia. En estos días en los que la violencia toma las calles, ya sea en forma de botellón o de manifestación contra la obligatoriedad del pasaporte Covid, el debate permanece más vivo que nunca. 

Asistimos a encarnizadas polémicas sobre si se deben prohibir tales o cuales posicionamientos, si se ha de castigar la difusión de unas u otras ideologías, o si procede perseguir a quienes defienden proyectos políticos sumamente alejados de los valores esenciales que definen a los Estados democráticos. Hay quienes propugnan que el orden democrático libre no puede garantizar la plena libertad a aquellos que buscan, precisamente, eliminar los presupuestos de dicho orden. Dicho de otro modo: que no cabe la libertad para los enemigos de la libertad. Pero tampoco faltan críticos (y hasta detractores) de estos postulados, que manifiestan que ello sería tanto como presumir de una libertad en la que, en el fondo, no se cree. En ese sentido, existen pronunciamientos del Tribunal Europeo de Derechos Humanos sentenciando que un delito de apología de determinadas doctrinas o sólo puede ser perseguible cuando suponga una incitación a realizar acciones concretas, y un riesgo real para personas y colectivos. Es decir, el castigo estaría justificado, no cuando se defienden unas ideas, sino cuando se incita a actuaciones que en sí mismas son delictivas. 

Ante esta tesitura, creo que vale la pena hacer especial hincapié en un dato que normalmente pasa desapercibido: la polémica anterior se sustenta sobre el presupuesto de que buena parte de la ciudadanía va a asumir esos discursos intolerantes y esas consignas contrarias a los valores democráticos. Es decir, que planteamientos radicales de lo más diverso calan y convencen a las gentes. No resulta, pues, suficiente centrarse únicamente en la maldad de quien pretende instaurar un régimen totalitario, sea del signo que sea, sino también en la responsabilidad de la ciudadanía que acepta esos programas para, primero, acogerlos y, después, votarlos en unas elecciones. 

Se está imponiendo la peligrosa costumbre de neutralizar una supuesta inmadurez de grupo con una suerte de paternalismo del Estado, estimando que los administrados no razonan ni deciden correctamente y, por ende, tampoco son conscientes de las consecuencias de sus actos. De la misma manera que desde las Administraciones se prohíben determinados anuncios publicitarios porque sus destinatarios carecen del suficiente criterio para no caer en hábitos perjudiciales para la salud, cabría sancionar a formaciones políticas con tintes discriminatorios porque un sector de la población es incapaz de calibrar las derivas sociales que de ello se derivan. Al parecer, se ha instalado la percepción de una masa débil y manipulable con la que resulta imposible consolidar un Estado con plenas garantías, de modo que tal vez el primer paso consista en construir otra sociedad formada y crítica. 

¿Cómo es posible si no que en los Estados Unidos de América todavía perviva el Ku Klux Klan, en Alemania los partidos defensores del nazismo y en tantísimas zonas del planeta dictaduras comunistas y gobiernos sustentados en el fanatismo religioso? Basta con sumar a quienes odian a los negros, a los migrantes, a los cristianos, a los musulmanes, a los indigentes o a las mujeres para obtener una cifra inasumible e intolerable. A mi juicio, antes que la prohibición, la educación se alza como la mejor vacuna contra la intolerancia. De lo contrario, quizá debamos concluir que los seres humanos nos hallamos ya en vías de fracasar como especie.

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