Artículo publicado en La Opinión de Tenerife el 30 de enero de 2015
Artículo publicado en La Provincia (Diario de Las Palmas ) el 1 de febrero de 2015
Artículo publicado en La Provincia (Diario de Las Palmas ) el 1 de febrero de 2015
Me resulta sorprendente la ardorosa defensa del
disfrute sin limitaciones por parte de determinados colectivos, sobre todo
cuando quienes la llevan a cabo no forman parte del vecindario que padece el tormento
correspondiente. Asimismo, me choca la pretensión a veces desmesurada de prohibir
dicho divertimento y aspirar al cierre de los locales que lo abrazan. Entonces,
¿son compatibles o excluyentes el derecho al descanso y el derecho al ocio? El
artículo 24 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos establece que
toda persona tiene derecho a ambos, luego la clave, como
en tantos otros ejemplos de contraposición de intereses legítimos, radica en
lograr una conciliación ordenada y pacífica de uno y otro, aunque no resulte
tarea fácil.
Esta imprescindible avenencia de opciones
contrapuestas se alza como uno de los grandes retos de las Administraciones,
pero también lo es de la ciudadanía en su conjunto, puesto que el civismo se basa necesariamente
en el respeto mutuo. Sin embargo, en nuestra sociedad el porcentaje de
ciudadanos que reivindican sus derechos con contundencia supera con creces al
de los que asumen responsablemente el cumplimiento de sus deberes y
obligaciones.
Como regla general, el derecho al descanso
individual debería prevalecer sobre el derecho al ocio colectivo, aunque sin
impedir de modo arbitrario el ejercicio de éste. Para ello, existen una serie
de ordenanzas municipales, de reglamentos nacionales y de directivas europeas
que establecen el máximo nivel de ruido permitido y
que, decibelios mediante, garantizan el tan necesario como exigible reposo del
común de los mortales. Por eso, en otros países de nuestra esfera estos
conflictos apenas se producen. Ni siquiera los perros ladran de noche, y no
precisamente porque se trate de canes de otra galaxia sino porque sus dueños
observan a pies juntillas la efectividad de los derechos más elementales del
resto de los administrados. Y, aunque a más de uno le resulte pintoresco, el poder
dormir en condiciones es uno de ellos
En este punto enlazo con la polémica suscitada (antes
y ahora) en las dos capitales archipelágicas con relación a sus mundialmente
famosos Carnavales. Hace algunos años, un auto judicial previó la
suspensión de los mogollones en las calles santacruceras a causa de la elevada contaminación
acústica, desatando una airada reacción por parte de aquella Corporación
Municipal y del grueso de las agrupaciones carnavaleras. A día de hoy, la
patata caliente ha recaído en el Consistorio de Las Palmas de Gran Canaria, que
ha visto cómo un grupo de vecinos de los aledaños del Parque de Santa Catalina
le ha llevado ante los Tribunales en busca de amparo a sus razonables pretensiones
de paz y tranquilidad. En ambos casos (ahora y antes), los políticos se han
decantado por la opción más electoralista: tachar de insolidarios a los
denunciantes y exigirles un plus de generosidad que no sería menester si,
plenamente conocedores de sus sempiternas reivindicaciones, hubieran tenido a
bien acondicionar unas zonas de celebración de eventos alejadas de los cascos
urbanos y convenientemente comunicadas con estos.
No cabe duda de que es muy deseable disfrutar de las fiestas populares,
máxime cuando los beneficios que generan son tan indispensables para el
desarrollo económico de sus entornos. Pero lo que ya no lo parece tanto es que
dicho disfrute se materialice a costa del perjuicio de niños, ancianos,
enfermos, trabajadores o contribuyentes en general, sea por espacio de quince
días o de cincuenta y dos fines de semana. ¿Resulta tan difícil de entender y/o
tan costoso de aceptar que nuestra libertad se halla lógicamente limitada por
la libertad de los demás? Porque, si
esta argumentación se entiende y se acepta, tenemos la solución al alcance de
la mano. Una solución que pasa por actuar desde el respeto y, por encima de
todo, recurriendo al sentido común. Exigiendo
nuestros derechos, sí, pero sin dejar de cumplir con nuestros deberes y
obligaciones.
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