Cuando José Luis Rodríguez Zapatero todavía era Presidente del Gobierno de España, mantuvo una reunión con el padre de la difunta adolescente Marta del Castillo, en el transcurso de la cual el progenitor de la joven pidió la implantación de la cadena perpetua y el cumplimiento íntegro de las penas impuestas para delitos sexuales y agresiones contra menores. Aquel caso concreto se había venido a sumar a una lista de horrendos crímenes con nombres y apellidos, como los de Sandra Palo y Mari Luz Cortés, que habían generado gran alarma social, colocando al Tercer Poder en el punto de mira de la indignación ciudadana. El triste final de los hermanos Ruth y José Bretón, al parecer como consecuencia de la venganza por un divorcio no aceptado por la parte paterna, vino a sumarse a un siniestro catálogo que precisa de una respuesta acorde con su gravedad.
Por su fuerte repercusión mediática, estas cuestiones son tema frecuente de tertulias en los entornos familiar y laboral y la diversidad de opiniones es manifiesta. Uno de los debates más recurrentes es el que tiene por objeto la conveniencia de la aplicación, bien de la pena de muerte, bien de la cadena perpetua. Algunas personas se declaran firmes defensoras de la primera opción y argumentan los beneficios de su implantación en el hecho de que sirve para disuadir a los asesinos en potencia que, sabedores del futuro que les espera, se lo pensarían dos veces antes de cometer una fechoría. Consideran, asimismo, que no es de recibo dedicar un porcentaje de sus impuestos a mantener a semejantes sujetos en unas prisiones, por otra parte, cada vez más modernas y confortables.
Sin embargo otros, entre quienes me incluyo, estamos absolutamente en contra de esta medida. Mi principal razonamiento estriba en que ningún sistema penitenciario posee atribuciones para decidir de manera justa e infalible quién debe vivir y quién debe morir. Los derechos humanos, encabezados por el derecho a la vida, son inalienables y nadie debe privarlos ni ser privado de ellos, pues su esencia consiste en proteger a todos y cada uno de los ciudadanos, sean buenos o malos. De más está explicar que esta postura no es en absoluto incompatible con la ineludible exigencia de hacer justicia con las víctimas y, a la par, castigar con dureza a los criminales.
Abundando en esta idea, acaba de presentarse el Anteproyecto de Código Penal, que introducirá por primera vez en la legislación española la figura de la prisión permanente revisable. Se aplicará en los casos de terrorismo, de asesinatos de menores de edad, de genocidio y de crímenes contra la humanidad. La prisión permanente revisable no supone –como afirman algunos- una contradicción en sus términos. Aunque pueda traducirse en la permanencia del reo en una cárcel de por vida, no tiene por qué ser necesariamente así, habida cuenta que su régimen jurídico contempla la posibilidad, cumplidas determinadas condiciones, de la obtención de beneficios penitenciarios tales como permisos, régimen de tercer grado, libertad condicional y hasta plena.
De hecho, el propio Tribunal Constitucional, a tenor del art.15 de la Carta Magna, no considera que se trate de una pena inhumana o degradante y su implantación. Siempre y cuando se aplique con la garantía de los denominados juicios de revisión, no contradice ni la letra ni el espíritu de la Norma Suprema, que en su artículo 25 refiere con claridad que “las penas privativas de libertad estarán orientadas hacia la reeducación y reinserción y no podrán consistir en trabajos forzados”. Además, dicha pena tampoco sería desproporcionada en atención a los delitos a los que iría aparejada, es decir, los atentados terroristas más graves (ofensiva yihadista incluida), los asesinatos múltiples o las agresiones sexuales reincidentes, por obra y gracia de unos individuos que ni siquiera muestran un arrepentimiento verdadero.
Ya es hora de cambiar de escenario. Las gentes de bien están convencidas con toda la razón de que la justicia no es igual para todos y de que España es un paraíso para los malhechores. Necesitan urgentemente recuperar la fe en aquellos que deben velar por su seguridad, llámense gobernantes, legisladores o jueces.
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