Otorgo al tema educativo la máxima importancia dentro de mi escala de valores. Por ello, procuro leer libros, ensayos y artículos sobre la materia siempre que tengo oportunidad. De entre los autores que se especializan en esta cuestión, el profesor José Antonio Marina es uno de los expertos a tener en cuenta. En su interesante obra LA EDUCACIÓN DEL TALENTO afirma que “para educar a un niño, hace falta la tribu entera”. Esta frase tan sencilla encierra una gran verdad y es que la sociedad en la que vivimos, integrada por individuos y colectivos de toda índole, debe involucrarse en la consecución del más importante de sus objetivos: la formación de personas con criterio, sensibles, sanas y felices. En definitiva, satisfechas de su vida y de sus logros.
Sin embargo, entre todos sus miembros hemos fabricado una telaraña de excusas que se resumen en una sola: echarle las culpas al otro. Los padres al colegio, el colegio a los padres, los espectadores a la televisión, la televisión a los espectadores, los jóvenes a los viejos y los viejos a los jóvenes. Y, así, hasta el infinito. La pregunta del millón es ¿qué puedo hacer yo para solucionarlo? Indudablemente, la queja permanente no es una opción si, además, tenemos en cuenta que, cuando hablamos de Educación, no estamos hablando exclusivamente de instrucción sino de mucho más. Estamos hablando de aquello que nos define como especie, por otra parte la única que educa a sus crías.
Por ello, lo realmente trascendental es saber qué modelos queremos transmitir y fomentar. Nuestros hijos van a habitar un mundo imprevisible, contradictorio y veloz, radicalmente diferente al que nos tocó vivir en nuestra infancia y adolescencia. Por lo tanto, la responsabilidad que recae principalmente sobre los progenitores es inmensa, en el sentido de que nuestro ejemplo y nuestra actitud son básicos para el desarrollo integral de los niños, para su preparación de cara al futuro. Sus habilidades, capacidades y competencias han de ser, no sólo intelectuales, sino también afectivas y conductuales. De hecho, ellos suelen ser más perspicaces que nosotros, que con frecuencia nos anclamos en el amor propio, los convencionalismos y las luchas de poder.
En este sentido, para un filósofo como él, el talento es la inteligencia triunfante. Se trata de un hábito y, como todo hábito, difícil de adquirir. Lo mismo que se aprende el miedo, se aprende la valentía, el pesimismo, pero también el optimismo, la pasividad y la actividad, la sumisión y la libertad, la impasibilidad y la sensibilidad. Así, triunfa quien sabe detectar lo bueno que tiene y disfruta de ello, quien sabe soportar las dificultades que no puede evitar, quien se enfrenta con inteligencia a los problemas que tienen solución. Saber comunicar este mensaje significa colocar al individuo en la senda de la felicidad y dotar a su vida de contenido.
Porque, en palabras del propio Marina, “¿qué es lo que queremos para nuestros hijos, para nuestros alumnos, para nuestros niños, para nuestros adolescentes? Que estén en forma cuando abandonen nuestra tutela educativa. En forma para la felicidad, en forma para la belleza, en forma para la bondad.”
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