sábado, 9 de abril de 2011

UNIFORMES ESCOLARES: LA POLÉMICA QUE NO CESA


Artículo publicado en La Opinión de Tenerife el 9 de abril de 2011




Ciertos temas de índole social continúan siendo objeto de un encendido y, en mi opinión, incomprensible debate pese al transcurso de los años. Así, el pasado 28 de marzo la Consejera de Educación de Cataluña se colocó en el punto de mira de la oposición gubernamental de su comunidad autónoma al lanzar una propuesta para implantar el uso del uniforme escolar en los colegios públicos catalanes, sumándose a una medida idéntica puesta ya en marcha con éxito en otras regiones españolas. La reacción de sus adversarios políticos – no olviden que estamos en plena precampaña electoral- no ha podido ser más furibunda. La noticia adornó los titulares de todos los informativos de radio y televisión, amén de las páginas de los periódicos de mayor tirada nacional.  Al parecer, tan viscerales parlamentarios echan el resto a la hora de perder las energías en asuntos tan menores como éste, aunque harían mejor en ocuparse de los incontables problemas verdaderamente graves que afectan a los ciudadanos cuyo voto reclamarán en breve para seguir ocupando escaños y calentando poltronas.


Por lo general, los argumentos que esgrimen los detractores de la prenda en cuestión no varían en exceso década tras década, por lo menos desde que yo misma fui usuaria del mismo en mi época estudiantil. Para más inri, se puede constatar que una parte de tan airados manifestantes ni siquiera tienen hijos en edad escolar. Me atrevo a asegurarles que, en tal caso, su visión tal vez fuera otra bien distinta. El caso es que al infeliz atuendo le tildan de servir de escaparate a la versión más reaccionaria y conservadora de nuestra sociedad. Es más, según ellos, en él se materializa la voluntad de emular a las escuelas privadas y concertadas tanto en sus valores como en sus formas externas, por lo visto altamente rechazables. Tan inflamables enemigos, en un alarde de videncia, vislumbran tras semejante iniciativa la vuelta a unos modelos educativos caducos, represores y confesionales. Debe ser que quienes disfrutamos de sus evidentes ventajas somos demasiado prácticos o andamos escasos de tiempo libre o, sencillamente, no acostumbramos a ideologizarlo todo porque nos resulta agotador pasarnos la vida ondeando banderas y paseando pancartas.


Con independencia del profundo respeto que guardo a todo padre que opte por enviar a sus hijos a clase con ropa de calle, he de decir por propia experiencia que el uso del uniforme reúne una serie de ventajas incontestables. La primera y más importante es que, a la larga, favorece el ahorro familiar por ser la opción menos cara. Compadezco a quienes tengan que adquirir un fondo de armario que cubra las expectativas de cualquier adolescente, sea o no esclavo de las marcas, de lunes a viernes. La segunda, estrechamente ligada a la anterior, es que evita las interminables discusiones mañaneras acerca de la elección de la ropa, que se traducen en retrasos asegurados y que lanzan al sufrido adulto en brazos de los tranquilizantes. Aún más defendible me parece el efecto implícito de no discriminar a los alumnos en atención a su capacidad económica, que de esta manera no se pone de manifiesto. Por no hablar del penoso espectáculo que perpetran determinadas criaturas mostrando escotes y tangas de camino a las aulas. Ahora va a resultar que exigir un mínimo de respeto en el vestir se va a considerar un ataque frontal a la libertad de expresión y al derecho a la propia imagen de los estudiantes.


El fin último de la educación, sea pública, privada o concertada, consiste en transmitir a los menores una serie de valores y de conocimientos que les conviertan en futuros individuos con criterio, lleven uniforme o no lo lleven. Ojalá la clase política baje, en ésta como en tantas cuestiones, a la arena y no transformen un tema de libre elección en un asunto de estado. Y menos con la que está cayendo.






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