viernes, 24 de junio de 2011

LOS ADOLESCENTES Y EL ALCOHOL: BEBO, LUEGO EXISTO

Artículo publicado en La Opinión de Tenerife el 24 de junio de 2011




La utilización de las bebidas alcohólicas es tan antigua como el mundo. Resulta difícil imaginar un evento o una fiesta popular que no giren alrededor del alcohol, conformando un estilo de vida ampliamente extendido y socialmente aceptado de buen grado en la mayoría de los países de nuestro entorno. Trasciende así a la consideración de comportamiento meramente individual para convertirse en un hábito de enraizado componente colectivo. En honor a la verdad, es preciso reconocer que, de unos años a esta parte, se ha instalado en la sociedad en la que vivimos un modelo de ingesta alcohólica asociada al ocio que nada tiene que ver con el formato tradicional al que antaño estábamos acostumbrados.

La incorporación generalizada y cada vez más temprana de los adolescentes a este modo de diversión ha marcado un antes y un después en comparación con el de sus generaciones precedentes. Se ha ido consolidando progresivamente un patrón juvenil de consumo caracterizado por llevarse a cabo sobre todo durante los fines de semana y cuya particularidad estriba no tanto en el hecho de que se beba –quien más, quien menos, ha bebido o bebe, antes y ahora- sino en una forma compulsiva de beber que contempla la borrachera como punto de partida ineludible para pasarlo bien.

Pocas experiencias resultan más descorazonadoras que presenciar los comas etílicos de niños de apenas catorce años o asistir al momento en el que sus padres acuden a recogerles tras la llamada de aviso de los servicios sanitarios de urgencia. Ya es hora de preguntarse qué está fallando en nuestra sociedad del bienestar para que los menores que forman parte de su estructura se expongan viernes, sábados y domingos a perder el conocimiento con una litrona en la mano sobre un charco de vómitos y orín. Porque, aunque en un primer momento,  la desinhibición que provoca la bebida facilite a los chavales la apertura de algunos canales de comunicación, el peaje que tienen que pagar para perder sus miedos es carísimo, ya que les enfrenta a determinadas sustancias cuyo abuso produce, no sólo tolerancia, sino también dependencia física y psíquica.

Es obvio que una aspiración fundamental para cualquier joven es desarrollar sus actividades fuera del control paterno en esas horas que se reserva para sí y que considera ajenas a la supervisión adulta. Pero no es menos cierto que, si antes, lo habitual para un quinceañero era salir a las cinco de la tarde y regresar a las once de la noche, ahora intercambian ambos dígitos de las agujas del reloj para desesperación de unos progenitores sometidos al chantaje de “a todos mis amigos les dejan” e incapaces de poner límite a unos horarios que no tienen ni pies ni cabeza. La noche sirve a sus hijos de perfecto escenario para identificarse con sus iguales, para sentirse rebeldes, para imaginarse dueños de sus actos.

En el lenguaje juvenil beber es sinónimo de disidencia, de emancipación, de afirmación de la identidad, pero cuesta admitir que, si se hace de forma descontrolada, acarrea una serie de gravísimas consecuencias que van desde la alteración de la vida familiar al bajo rendimiento escolar, pasando por el riesgo de embarazos no deseados, las enfermedades de transmisión sexual o los accidentes de tráfico. Esta vertiente del ocio asociado inevitablemente al alcohol es uno de los principales fracasos a los que la ciudadanía se ve abocada a diario y requiere ser abordado seriamente y con la máxima prioridad por parte de todos los agentes sociales implicados, empezando por las propias familias y siguiendo por los centros educativos, los medios de comunicación a través de campañas informativas y las administraciones públicas con las medidas de prevención y control que están obligadas a tomar. Sencillamente, porque la unión hace la fuerza.



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