martes, 28 de febrero de 2012

BATALLAS PERDIDAS



Sinceramente, no sé si se trata de una virtud o de un defecto pero lo cierto es que, si hay una característica que me define, es la de no entablar ninguna batalla que considero perdida de antemano. Con los años, he desarrollado un olfato especial para detectarlas, seguramente porque, para mí, el tiempo es oro y me disgusta malgastarlo en discusiones que, por su propia esencia, no pueden culminar en clave de victoria o de derrota. No se trata de ganar o perder. No es cuestión de convencer ni de ser convencido. Es, simplemente, dar muestra de cómo pensamos, de cómo sentimos. En definitiva, de cómo somos.
Este concreto rasgo de mi personalidad suscita diversidad de opiniones en mi entorno. A algunos les agrada mientras que otros lo aborrecen, convencidos de que, por fuerza, tiene algo de impostura. Los primeros valoran mi capacidad de diálogo, mi interés por escuchar y entender los razonamientos del prójimo y mi tendencia a colocarme en el lugar del otro - de otro modo, me resultaría muy difícil ejercer mi profesión-. En cambio, los segundos recelan de mi (sospechoso) carácter conciliador, de mi (irritante) tendencia a la introspección y de mi (férrea) negativa a un enfrentamiento vano que, en el mejor de los casos, sólo le sirve como terapia a uno de los contendientes: el que, aun sin mala intención, decide trasladar sus demonios al otro en un día de furia.
Por eso, al leer que el arzobispo de Canterbury Rowan Williams y el insigne científico agnóstico Richard Dawkins se acaban de enzarzar en un duelo dialéctico tan apasionante como estéril acerca de la existencia de Dios y de su intervención o no en el origen del hombre, no he podido por menos que esbozar una sonrisa. “Otra batalla perdida”, he pensado. Tras un largo debate en las dependencias de la Universidad de Oxford, enclave elegido por ambos para su particular mano a mano, y ante una expectación popular sin precedentes, la conclusión final ha sido la previsible: ni Dawkins ha podido demostrar la inexistencia de un Ser Supremo ni Williams su existencia.
Yo soy creyente. Ni me exhibo ni me escondo. Tampoco pretendo convencer a nadie de mi opción. Bastante me cuesta conjurar mis fantasmas interiores lo mejor que puedo intentando no salpicar a mi alrededor. Me limito a educar a mis hijos en la misma fe que heredé de mis padres y que tanto me ayuda en mi día a día. Sin embargo, cuando asuntos de tanto calado como la religión o la política se sitúan en el centro del debate, echo en falta interlocutores capaces de mostrar sus discrepancias con educación y sin resentimiento, alejados de la violencia y de la falta de respeto, coherentes a la hora de exigir para sí mismos los comportamientos que exigen a quienes piensan distinto que ellos. Me consta por propia experiencia que es perfectamente posible y que el cuerpo, la mente y, sobre todo, el corazón, lo agradecen extraordinariamente. Aunque cueste un poco de esfuerzo.

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