Artículo publicado en La Opinión de Tenerife el 16 de octubre de 2015
Nunca hasta este 12 de octubre había presenciado el desfile del Día de la Hispanidad de principio a fin. En años anteriores, me había limitado a prestar atención a la pantalla unos breves minutos, sobre todo al inicio de la solemne ceremonia, que incluye la llegada de la Familia Real y los primeros acordes de la emocionante “La muerte no es el final”. Supongo que mi nula adhesión a la causa monárquica, incrementada por el rechazo que me ha ido provocando la penosa evolución de Juan Carlos I de Borbón en sus últimos tiempos como Jefe del Estado, había favorecido a ello.
Sin embargo, el pasado lunes convine que dedicar noventa minutos de mi tiempo de ocio al Ejército y a la Guardia Civil de mi país era lo mínimo que podía hacer para darles las gracias por la impresionante, permanente y, a menudo, no reconocida labor que sus miembros desempeñan en favor de todos los españoles, incluidos aquellos que les desprecian los 365 días del año.
Me emocionó hondamente la dignidad que exhibió una vez más el rey Felipe VI, acompañado por su esposa e hijas en el estrado, así como su ofrenda floral en memoria de los soldados que dieron su vida por España y el talante respetuoso y cordial con el que fue saludando a las autoridades civiles y militares y al numeroso público que, congregado en las inmediaciones, agitaba banderas de todos los tamaños. Me sentí muy orgullosa de ser representada por su impecable presencia, su perfecta educación y su admirable empeño de tender puentes entre quienes formamos una de las naciones más antiguas del mundo, incluidos aquellos que le desprecian los 365 días del año.
En aquel momento, las ausencias al acto institucional y las indecencias de quienes decidieron hacer sus necesidades sobre la Virgen del Pilar y la Fiesta Nacional me parecieron chuscas e irrelevantes, propias de personas mediocres, maleducadas y rencorosas, incoherentes de palabra y de obra y, por encima de todo, ventajistas a la hora de aprovecharse de las atribuciones que les otorga ese mismo Estado de Derecho al que están dispuestos a torpedear sin remisión y que, paradójicamente, les habilita para ocupar los cargos que ostentan y para cobrar las nóminas y las subvenciones con las que llenan sus neveras a diario.
En aquel momento, sólo tuve ojos para las presencias, las de los cientos de hombres y mujeres que desfilaban con sus mejores galas por el centro de Madrid, orgullosos de servir a su patria, valientes y dignos, sin alardes desmedidos ni estridencias fuera de lugar. Seres especiales, dispuestos a afrontar la mutilación y la muerte por un sueldo que a muchos de los delincuentes que abren los informativos a cuenta de sus desmanes financieros les parecerían de chiste, y con el que apenas abonarían el importe de una cena con final feliz.
Conozco personalmente a varios militares y me une a ellos un afecto verdadero que dura ya décadas. Son padres de familia que han dado lo mejor de sí mismos en Bosnia, Afganistán o Mali, resignados a no ver a sus parejas ni a sus hijos en meses y acostumbrados a transitar por los grandes infiernos de este mundo para que sus compatriotas conservemos nuestros pequeños paraísos cotidianos.
Profesionales de la paz que están listos para dejarse la piel en la defensa de los indefensos, para garantizar la seguridad nacional frente a todo tipo de terrorismo -incluidos el de Internet y el de la Yihad-, para preservar la libre circulación de personas y bienes por tierra, mar y aire, y para adiestrar en las misiones internacionales a las fuerzas locales de las zonas en conflicto.
En definitiva, personas de carne y hueso que han decidido voluntariamente servir al prójimo en nombre de la mejor acepción del concepto de Patria, esa que debe quedar al margen de manipulaciones históricas y de rencillas políticas, y a salvo de ausentes e indecentes.
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