viernes, 27 de noviembre de 2015

EL AMOR NO ES UNA CIENCIA EXACTA




Artículo publicado en La Opinión de Tenerife el 27 de noviembre de 2015

Artículo publicado en La Provincia (Diario de Las Palmas) el 7 de diciembre de 2015





Siempre he creído firmemente que el amor no tiene edad. Lástima que mi percepción no sea compartida por el común de los mortales y se tambalee en el momento en el que un romance extemporáneo se cierna amenazante sobre familiares, amigos o conocidos. Por lo visto, determinados prejuicios no cambian ni un ápice con el paso de los siglos y uno de ellos es la diferente valoración social que conlleva mantener una relación sentimental, dependiendo de si la balanza de primaveras se inclina a favor del hombre o de la mujer. 

En honor a la verdad, tal circunstancia suele despertar una curiosidad malsana, convirtiéndose de inmediato en fuente inagotable de murmuraciones sobre la autenticidad del enamoramiento en cuestión, envenenado ya desde su origen por la sombra de la sospecha. Tradicionalmente, se ha considerado como normal, razonable y socialmente aceptable que, cronológicamente hablando, el varón supere a la mujer. De hecho, la alternativa de que el canoso de turno se decante por una joven treinta años menor que él para compartir su vida jamás se ha censurado con el mismo ardor que si es una señora entrada en años la que, con idéntica finalidad, escoge a un muchacho que le acompañe día y noche. Mientras que el talludo se convertirá inmediatamente en la envidia de los de su sexo, la madurita, por razones alejadas de toda lógica, será el blanco perfecto de las chanzas no sólo masculinas, sino -lo que me resulta más incomprensible- también femeninas. 

Por otra parte, criticar al prójimo es una especialidad que en España se practica con inusitada devoción. De los siete pecados capitales, la envidia, comparada con los otros seis, no tiene rival dentro de nuestras fronteras. Bien es cierto que, ni todas las jovencitas que se enganchan a un cincuentón lo hacen movidas por un sentimiento puro, ni todos los veinteañeros que se pasean del brazo de una jubilada adoran su forma de ser. El recelo, además, gana peso específico cuando se constata que la trilogía formada por el dinero, la fama y el poder sobrevuela los cielos de tan improbables tortolitos. En todo caso, y mal que nos pese a algunos románticos militantes, el vínculo afectivo entre una mujer madura y un hombre joven continúa acarreando infinidad de críticas aceradas y sirve de inspiración al más zafio humor de barra de bar. 

Sin obviar el escenario anterior, es innegable que la incorporación al ámbito profesional de ese cincuenta por ciento de la población que, hasta hace bien poco, se veía abocado irremisiblemente a casarse y tener hijos para no sentirse un verso suelto, ha removido las estructuras sociales. Por fortuna, en pleno siglo XXI, vivir en compañía es, para la mayoría de las féminas, una opción. Siempre y cuando disfruten de una mínima independencia económica, la edad de sus candidatos no pasa de ser un mero dato estadístico, y ni siquiera de los más decisivos. Lo verdaderamente relevante es comprobar si tan sobrevalorada cifra se corresponde, amén de con su aspecto exterior, con su espíritu y sus ganas de vivir, parámetros -en mi modesta opinión- infinitamente más importantes. Cuando dos individuos de diferentes generaciones se enamoran, lo presumible es que cada uno de ellos aporte un toque único a la relación y que sus diferentes experiencias se unan para enriquecer ese nuevo y voluntario proyecto en común. 

Por consiguiente, el miedo al qué dirán nunca debe ser un motivo para que la cronología actúe como freno a la hora de elegir acompañante, por la sencilla razón de que el amor no es una ciencia exacta. Se puede ser profundo y maduro con veinticinco años y estar lleno de energía y de ilusiones con setenta. El reloj biológico no debe erigirse como referencia para buscar pareja, aunque sólo sea para dar la razón a ese antiguo proverbio griego que defiende que “el corazón de los amantes es siempre joven”.

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