Artículo publicado en La Opinión de Tenerife el 22 de enero de 2016
Artículo publicado en La Provincia (Diario de Las Palmas) el 22 de enero de 2016
Artículo publicado en La Provincia (Diario de Las Palmas) el 22 de enero de 2016
La tan tristemente traída y llevada Real Academia Española de la Lengua define el término Feminismo en su primera acepción como “doctrina social favorable a la mujer, a quien concede capacidad y derechos reservados antes a los hombres”, mientras que existe una segunda definición que alude al “movimiento que exige para las mujeres iguales derechos que para los hombres”. Por lo tanto, nada que objetar a tan nobles y elevados ideales. Sin embargo, yo nunca me he sentido especialmente identificada con una corriente cuyos errores de planteamiento han obrado en su contra, soslayando así algunas innegables virtudes que, siquiera desde una perspectiva histórica, se le deben atribuir.
Conste que, por mi condición femenina, defiendo plenamente el principio de igualdad de género pero, desgraciadamente, los posicionamientos que, desde la radicalidad y la incoherencia, defiende esta doctrina, provocan en mí más rechazo que adhesión.
El lenguaje utilizado para difundir su credo me resulta repetitivo, falso y desesperanzador, ya que se nutre invariablemente de sentimientos como la venganza y el revanchismo, a todas luces incompatibles con una adecuada reconstrucción social en pro de un género de cuya bandera se apropian de forma exclusiva y excluyente. Y repito que no estoy en contra del movimiento reivindicador en sí, sino de las ultrafeministas que, empecinadas en rememorar sus eternas cuentas pendientes con el macho, formulan sobre esa base, no sólo un modo de vida, sino una teoría general con olor y sabor añejos.
Seguir respirando por la herida no me parece la mejor vía para encarar un futuro que, por fortuna, siempre compartiremos con la mitad masculina de la sociedad. Resulta paradójico comprobar cómo el feminismo a ultranza nada tiene que envidiar al machismo, que cualquier ser humano racional -hombre o mujer- repudia desde las entrañas.
Lo mismo podría afirmarse del fanatismo político, sea de izquierdas o de derechas, porque el hecho cierto de que los extremos se tocan admite poca discusión. Siempre he defendido el inmenso valor de la palabra para construir discursos coherentes y equilibrados, alejados lo más posible del sectarismo. Por ello, me decepciona profundamente asistir a los penosos argumentos de quienes, amparados en una ideología otrora respetable y necesaria, pretenden dinamitar los pilares de la lengua española con infundados argumentos sobre su eventual sexismo.
Al parecer, a este muestrario de compañeros y compañeras les resulta harto difícil de asimilar que nuestra gramática común establece el uso de los sustantivos en masculino plural cuando se refiere a los dos géneros, convirtiéndolos en palabras neutras no discriminatorias y mucho menos misóginas. Ni las reglas gramaticales tienen sexo ni los conceptos que integran nuestros diccionarios poseen capacidad de obrar. Más bien somos los individuos quienes les damos su significado y quienes les atribuimos nuestros odios, antipatías, manías y fobias.
Pero aún hay más. La estrategia femenina más reciente para alcanzar esa justa y ansiada igualdad se centra en imitar las peores actitudes de sus supuestos adversarios, desde la utilización de un lenguaje cada vez más soez a la reproducción de conductas ligadas al exceso de alcohol y tabaco, o a la formación de grupos de acosadoras que se gestan en los patios de los centros educativos. Para rematar la faena, algunas medidas políticas y legislativas relativas a la discriminación positiva, la violencia de género y la igualdad de trato, han incurrido a menudo en los mismos errores inadmisibles que pretendían subsanar.
Pues bien, pese a tanta insensatez, somos legión las mujeres que, sin gritos, pancartas ni exhibiciones de nuestros bebés a cuestas con fines espurios, llevamos décadas luchando personal y profesionalmente por este objetivo y que creemos que a este feminismo anacrónico le ha llegado la hora de hacer examen de conciencia de una vez por todas, de adaptarse al devenir histórico y de alejarse de unos procederes tanto o más intolerantes que los de su eterno rival.
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