Artículo publicado en La Opinión de Tenerife el 8 de enero de 2016
El mes de diciembre acaba de exhalar su último aliento, no sin antes ceder el testigo a su eterno sucesor. Enero se inicia más que nunca sin piedad y la famosa cuesta a la que da nombre será este año, para no variar, más alpina que pirenaica, sobre todo en lo relativo al espectro político. Los adultos que todavía conservan el puesto de trabajo retornarán a una tan denostada como bendita rutina y los niños volverán a llenar las aulas para enfrentarse al descafeinado segundo trimestre. E, imbuidos todavía por un postrero espíritu navideño, aprovecharemos el cambio de calendario para formular con nuestra mejor intención el enésimo listado de propósitos. Ahora queda lo más difícil: cumplirlos.
Idénticos objetivos se repiten año tras año avalando lo recurrente de nuestras aspiraciones, auténticas odas a la ausencia de originalidad: adelgazar y dejar de fumar. Tampoco falta quien pretende elevar de una vez por todas su nivel de inglés. Otro clásico. No obstante, y en un alarde de rupturismo digno de todo elogio, aparece ocasionalmente alguna rara avis decidida a invertir su tiempo y su dinero, no en culturismo, sino en cultura, y se traza como meta la lectura de, por lo menos, cuatro libros en los siguientes doce meses. Tremendo reto. Que la fuerza le acompañe.
Y es que, si para perder peso se recomienda adoptar una serie de medidas fruto del más puro sentido común (básicamente, comer menos y hacer más ejercicio), no parece descabellado que, para poner en forma el cerebro, se deba cumplir también un protocolo cuya primera medida consista en prescindir de la televisión y de los aparatos electrónicos -incompatibles a todas luces con una adecuada higiene mental- o, al menos, en reducir notablemente su uso y consumo. Pura utopía.
Llegada a este punto, he de confesar que nunca le he dedicado demasiada atención a la pequeña pantalla, entre otras cosas porque lo mío siempre ha sido el cine.
Informativos aparte, me cuesta lo indecible hallar una emisión que merezca la pena, a pesar de que en la actualidad las cadenas privadas y públicas que pugnan por atraer la atención de los millones de telespectadores se cuentan por docenas. Pero, por si no gozaba de suficientes argumentos para repudiar la caja tonta, durante estas jornadas de ocio he vuelto a constatar la reincidencia de espacios dedicados a la televenta y a los gabinetes de videncia. Con razón los sociólogos aseguran que se trata de un síntoma estrechamente ligado a los periodos de recesión económica, como si la lectura del tarot o los milagrosos efectos de la baba de caracol fueran antídotos perfectos contra las crisis.
El caso es que, a deshoras y con la inestimable colaboración del mando a distancia, he vuelto a explorar mundos desconocidos habitados por plantillas que hacen crecer cinco centímetros, audífonos que permiten distinguir el sonido de un alfiler cuando choca contra el suelo, fajas vibradoras que, con apenas cinco minutos diarios de uso, ayudan a reducir dos tallas el perímetro corporal, y ungüentos pegajosos susceptibles de esclerosar las varices a domicilio.
También he transitado universos inquietantes frecuentados por seres de dudoso género, vestuario alternativo y peinado irreproducible que, agraciados con el rentable don de la adivinación, acarician bolas de cristal entornando los ojos mientras vislumbran, si no el futuro del incauto de turno, sí los ingresos estratosféricos que les está reportando su conmovedora ingenuidad. Entre tallas de vírgenes y estampas de santos diseminadas sobre tapetes astrales, proceden a mostrar a cámara las cartas de La Muerte, El Ermitaño o La Emperatriz para, cientos de euros más tarde, facilitar a su lloroso interlocutor el supuesto remedio a sus males. Y así, entre fraudes y estafas, estos traficantes de esperanzas van engordando sus cuentas corrientes a costa de la desgracia ajena.
Desde luego, ante tamaña perspectiva, lanzarse en brazos de la literatura se erige como la alternativa ideal, aunque sea con el exiguo saldo de una humilde novela al trimestre. Lo dicho. Que la fuerza nos acompañe.
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