martes, 1 de marzo de 2016

EL FÚTBOL NO ES "ASÍN"







Leo una noticia durante el desayuno de hoy (otra más) que me llena de tristeza. Dos hombres supuestamente adultos llegaron el pasado domingo a las manos mientras asistían a un partido de fútbol en el que participaban sus respectivos hijos, con el consiguiente bochorno, no sólo para ambos vástagos, sino para el resto de sus compañeros de equipo y de asistentes al encuentro. Y me viene a la memoria un hecho muy entrañable que viví en primera persona cuando mi pequeño David tenía 11 años (está a punto de cumplir 14).

Como casi todos los sábados de los últimos tres lustros, nos habíamos pegado el madrugón de rigor para ir a animar al equipo de fútbol sala del colegio. Nuestro benjamín juega por la banda izquierda (es zurdo, como su madre). Antes, lo hacía el mayor, Miguel, de cierre (“hijo, que no pase ni el aire, que se note que eres de Pamplona”). Pocos espectáculos más apasionantes que el de ver a unos chavales de once años echar el resto con el balón en los pies. El parqué brillante, las caras sudorosas, las medias caídas y el amor propio a prueba de bombas. “Mamá, hoy ganamos seguro y, si marco, te dedico el gol y le mando un beso al abuelo mirando al cielo”. Y yo, mientras tanto, asintiendo y tragando saliva… 

Sin embargo, en las gradas, un sector del público -madres, padres, abuelas, abuelos y otras hierbas- se afanaba en mostrar su peor versión, como en una perversa Ley de la Compensación, de yin y yang, de Bella y Bestia, de Jekyll y Hyde. Dos mundos tan cercanos y, a la vez, tan lejanos, sin apenas distancia física, pero a años luz de toda lógica. Por un lado, el de esos adultos que descargan sus frustraciones ante el estupor de sus hijos, que asisten perplejos a la sarta de silbidos, exabruptos y salidas de tono de quienes están obligados a darles el mejor ejemplo posible de comportamiento. Y, por otro, el de esos niños condenados a cubrir unas expectativas deportivas que, a menudo, les superan y que (se supone) están ahí para hacer deporte pero, sobre todo, para disfrutar. No para defender el honor familiar ni para ser cazados por un ojeador de la Liga. 

Los entrenadores iban dando instrucciones que los progenitores cuestionaban (“pero ¿por qué no le pone de delantero a mi niño, que es un crack?”, el árbitro se equivoca más que acierta (“date una vuelta por la óptica, pringao”) y los jugadores se volvían locos tratando de agradar a entrenadores, progenitores y árbitro. 

1-0 

1-1 

Tiempo muerto. 

“¿Cuánto queda?” 

“Cinco minutos”. 

2-1 

Aullidos paternos. 

Arreciaban las protestas y las miradas de reojo a los aficionados del equipo rival. “Os vais a ir a casa de vacío, por listos”. En la última jugada, el tercero. ¡Qué mala suerte! 

3-1 

Y, de repente, el milagro. El autor del gol se dirigió a sus seguidores y, colocando el dedo índice sobre la boca, les instó a guardar silencio para ahorrarle chanzas al rival. 

Nunca había visto mayor demostración de deportividad y de madurez en un terreno de juego. ¡Cuánto tenemos que aprender de los niños! 

Final del partido. 

“Hay derrotas que saben a victoria y hoy ha sido una de ellas”, me dije para mis adentros. No hubo dedicatoria en aquella ocasión, aunque David se dejó la piel y, lo que es más importante, sin perder la sonrisa. Como siempre. Como es él. Una máquina de la felicidad. 

"Tranquilo, tesoro, que el próximo lo ganamos. Fijo."


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