Artículo publicado en La Opinión de Tenerife el 18 de marzo de 2016
Artículo publicado en La Provincia (Diario de Las Palmas) el 18 de marzo de 2016
Artículo publicado en La Provincia (Diario de Las Palmas) el 18 de marzo de 2016
Hasta donde alcanza mi memoria, siempre he sentido una especial predilección por los niños y por los ancianos. Tanto unos como otros me han transmitido enseñanzas impagables y de indiscutible utilidad para caminar por la vida con rumbo firme. Sin embargo, nuestra egoísta civilización occidental se caracteriza (a diferencia de lo que sucede en la oriental) por el maltrato sistemático que inflige a sus miembros más veteranos. Es bien sabido que en este “primer mundo” supuestamente desarrollado, la juventud y la belleza son unos ídolos de barro muy venerados y que hacerse viejo constituye el pasaporte perfecto para la invisibilidad. De nada sirven ni la experiencia acumulada, ni el tiempo libre aprovechable que conlleva la jubilación, ni el afán por colaborar en las causas más diversas -máxime cuando las personas de más de sesenta y cinco años en nada se parecen a sus coetáneas de hace apenas medio siglo-.
El hecho es que, a lo largo de todos estos años de alarmante situación económica y social, hemos asistido a nuevas y cada vez peores estadísticas. Ni los presagios más funestos pudieron augurar las cifras reales de este descalabro que todavía sigue ilustrando las portadas de los periódicos y dando forma a los titulares de los informativos radiofónicos y televisivos. A excepción de las grandes fortunas -que siempre aprovechan estas coyunturas de recesión para continuar aumentando sus, ya de por sí, abultados patrimonios-, la maldita crisis nos ha engullido al conjunto de los ciudadanos en mayor o menor medida, extendiendo su negra sombra sobre cada sector de la sociedad, desde los recién nacidos hasta quienes afrontan su recta final.
La cruda realidad es que, en épocas de bonanza, nos habíamos acostumbrado a prescindir de esos millones de conciudadanos que, amén de ser nuestros padres y abuelos, habían propiciado que sus descendientes viviéramos magníficamente gracias a sus pasados de esfuerzo y privaciones. Mientras tanto, y como signo inequívoco de ingratitud colectiva, un porcentaje muy considerable de ellos desperdiciaba sus últimas primaveras dando de comer a las palomas u observando las evoluciones de los obreros en lo alto de un andamio, ignorantes aún del pinchazo de la pestilente burbuja inmobiliaria.
Pero la vida, a menudo con retraso mas siempre con intereses de demora, goza de la sana costumbre de cobrarse sus deudas y, cuando el sacrosanto Estado del Bienestar comenzó a resquebrajarse, sus víctimas nos apresuramos a entornar los ojos en busca de ayuda.
Paradójicamente, quienes antes nos resultaban improductivos y hasta molestos, aquellos que, a buen seguro, acabarían sus días en un geriátrico por no encajar en nuestro frenético ritmo de trabajo ni en nuestros planes de ocio vacacional, fueron los que nos lanzaron (nos siguen lanzando) unos chalecos salvavidas en forma de cariño incondicional y de pensión de jubilación. Muchos de ellos llevaban ya lustros haciéndose cargo de sus nietos para que sus hijos pudieran aspirar a esa utópica conciliación familiar y laboral que, al menos para las mujeres, ha resultado ser una estafa de proporciones descomunales. Y además, por obra y gracia de la vomitiva corrupción financiera y política, también se han visto obligados a multiplicar el contenido del carro de la compra, amparados en el famoso refrán “donde comen dos, comen tres” (o siete).
Este fenómeno migratorio de nuevo cuño, protagonizado por los condenados a retornar al hogar paterno por culpa del paro y de la reducción de ingresos, ha modificado en profundidad aquel tejido social que antaño nos sustentaba. Conscientes, pues, de hallarnos ante un escenario de dificilísima transformación en un futuro próximo, es hora de auto exigirnos como sociedad un agradecimiento sincero y sin paliativos a estos hombres y mujeres cuya vasta experiencia debería ser nuestro faro. Su abnegada contribución al funcionamiento diario de millones de hogares nos compele a no tratarles como a unos trastos viejos y a darles el lugar que, no sólo se merecen, sino que en justicia les corresponde.
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