martes, 15 de marzo de 2016

NOCHE DE SUEÑOS, NOCHE DE ENSUEÑOS





Estoy empezando a descubrir que el insomnio tiene sus ventajas. Acostumbrada como estoy a acostarme pronto y a levantarme todavía más pronto, me estaba perdiendo sin yo saberlo todo un universo de vivencias ajenas. 

Por lo visto, son millones las personas que duermen mal. O que, directamente, no duermen. Y algunas deciden confesarse a través de las ondas radiofónicas, amparadas tras el anonimato, en la oscuridad de la noche. Cualquier noche. Como la de la otra anoche. Cuando, hecha un ovillo sobre mí misma, el rostro casi incrustado en la almohada para preservar la discreción de una pequeña radio, escuché el testimonio de una mujer, su llanto sordo como suave música de fondo. 

Acababan de enterrar al amor de su vida. Apenas compartió con él tres encuentros fugaces, con intervalos de cinco años -1977, 1982 y 1987-. Del último, habían transcurrido varias décadas. Era un extranjero, colega de profesión, a quien conoció en uno de esos aburridos e inevitables simposios en los que, con la excusa de presentar el último producto comercial, los menos se limitan a trabajar y los más se desmelenan lejos del hogar. 

Pero, de pronto, sucedió. Apenas compartieron siete jornadas a lo largo de un cuarto de siglo. No sabían casi nada el uno de la otra. Si estaban casados o solteros, con hijos o sin hijos, con una economía desahogada o con dificultades para llegar a fin de mes. 

Hace poco coincidió con otro antiguo compañero de trabajo y le preguntó por él. Con disimulo.  Con desinterés, incluso. Y le confirmó su sospecha más temida: el fallecimiento. También dónde estaba enterrado. En diciembre irá a visitar su tumba, a llevarle unas flores, dijo entre sollozos. A quien más amó. 

Al cabo, sonaron las señales horarias que daban paso a las noticias de las dos de la mañana. Una hora menos en Canarias. Pero yo aún tardaría un buen rato en conciliar el sueño.


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