sábado, 14 de mayo de 2011

JUSTICIA CIEGA, MUDA Y SORDA



Nunca hasta ahora había oído la voz cansada de Ángela, aunque ya era conocedora de su drama gracias a los medios de comunicación. Han pasado ocho largos años desde que Felipe asesinó a Andrea, la hija de ambos, que por aquel entonces contaba con apenas siete años de edad. Esta desgracia no pasaría de ser una de tantas si no fuera porque la madre de tan inocente criatura había denunciado a su ex marido ante todas las instancias posibles la impactante suma de cuarenta y siete veces. Sin embargo, a pesar de sus esfuerzos por evitar lo inevitable, aquel 24 de abril de 2003 dos disparos se saldaron con tres muertes ya que, después de matar a la niña, el padre se suicidó y ella se convirtió en un cadáver de por vida.
“Te voy a hacer el mayor de los daños” fueron las últimas palabras que escuchó la mujer de boca del futuro asesino durante el juicio de su separación matrimonial, celebrado la víspera de la tragedia. No se equivocó en lo más mínimo. Desde que supo que el embarazo de su esposa no culminaría con el nacimiento de un varón, manifestó una obsesiva actitud de rechazo de tal magnitud que los psiquiatras le diagnosticaron un trastorno mental grave. Pero ni los informes médicos ni el rosario de denuncias previas en su contra obraron como suficiente argumento para que los tribunales le denegaran el correspondiente régimen abierto de visitas. Los magistrados consideraron prioritario el restablecimiento de las relaciones paterno filiales y pusieron así en grave riesgo derechos fundamentales de la menor como su seguridad, su integridad y, finalmente, su vida misma.
Sé por experiencia profesional que la Justicia no es perfecta, que quienes la imparten no están libres de cometer errores y que las consecuencias de la maldad son, ante todo, responsabilidad de quien la comete. No es mi intención hacer demagogia barata acerca de los errores judiciales, a sabiendas de que detrás de cada juez hay un ser humano y, por lo tanto, falible. Asimismo, conviene no olvidar que otras profesiones tampoco están exentas de desempeñarse entre luces y sombras. Pero, en ocasiones, casos concretos como el que atañe a esta familia han de servir de modelo para entonar públicamente el “mea culpa” por parte del Poder Judicial, aunque sólo sea para tranquilizar a una sociedad perpleja que se escandaliza con desgracias de esta trascendencia mediática.
Y máxime porque esta, a su pesar, superviviente no busca dinero. Ni siquiera venganza. Pide sencillamente que ese Estado social y democrático de Derecho del que forma parte como ciudadana reconozca su responsabilidad por un   caso tan evidente de anormal funcionamiento de la Justicia previsto en la ley. Después de su larga travesía por un desierto de instancias judiciales a nivel nacional, no es mucho pedir que los responsables atiendan de una vez por todas tan comprensible reclamación, ahorrándole de paso una nueva petición de socorro ante la Corte Europea de Estrasburgo.  

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