martes, 2 de febrero de 2016

LA BELLEZA ESTÁ EN EL INTERIOR





Hace tiempo escuché en una cadena privada de televisión una noticia que me arrancó violentamente del letargo de la sobremesa. Por lo visto, según algunos estudios sociológicos, los varones pierden su atractivo a los ojos femeninos cuando cumplen cincuenta y cinco años. Ni más ni menos. Hay que ver cómo afinan los expertos en materia de atracción sexual. Ante semejante afirmación, recorrí todos los caminos que van desde la carcajada hasta el enfado y llegué a la conclusión de que esta obsesión actual por la juventud y la belleza provoca que, tanto hombres como mujeres, estemos perdiendo el norte en mayor o menor medida. 

De entrada, reparé en que nosotras salimos derrotadas en comparación al varón porque, para cuando el medio siglo llama a nuestra puerta, llevamos como mínimo tres lustros luchando a brazo partido en pos de un imposible: ser jóvenes eternamente. No seré yo quien critique el respetable deseo de lucir una buena imagen. De lo que me quejo es de la desproporción en la que caemos en ocasiones, ya que no hay lucha más estéril que aquella que nos enfrenta al inexorable paso del tiempo. Basta con pasear por cualquier calle para darse de bruces con cada vez más damas y no pocos caballeros que, sin saberlo, comparten una característica común: dan miedo. Ellas, decididas a mantenerse en el mercado a cualquier precio, inician una carrera frenética hacia el abismo, que comienza en la consulta de un cirujano plástico y termina en la de un psiquiatra. 

Lo peor de todo es que, en ese proceso, no es su dinero lo único que pierden. A menudo, también se desprenden de aquel rostro que antaño las hacía reconocibles ante propios y extraños. Más de una se ha convertido en una caricatura de sí misma. Que ya no tiene patas de gallo es indiscutible pero, a cambio, tampoco puede cerrar unos ojos cuya expresión se quedó para siempre en el quirófano. La boca no ha corrido mejor suerte, aprisionada entre dos labios exageradamente grandes. Los sacrificados senos merecen capítulo aparte. Si son grandes, se reducen. Si son pequeños, se aumentan. Pero, en ambos casos, se transforman en piezas sobrevenidas de un puzzle en el que no encajan. 

Ellos, aunque en menor medida, no se quedan atrás, ahora que se han convertido en objeto de deseo de la industria cosmética. El terror a envejecer ha venido para quedarse y para conjurarlo todo vale. Paradójicamente, las generaciones que nos precedieron y que fueron víctimas inocentes de una época de escasez material e intelectual, supieron acomodarse al paso del tiempo y ocuparon sin reproches esa digna etapa intermedia que se extiende entre la juventud y la vejez. 

Cuando yo era una niña, las madres nos esperaban a las puertas de los colegios con sus arrugas, sus lorzas y sus varices pero, en compensación, nosotras las distinguíamos sin dificultad entre la multitud. Ahora, no es infrecuente dudar sobre quién de las dos es la adolescente, aunque para poder intercambiarse los pantalones la supuesta adulta tenga que estar a dieta trescientos cincuenta días al año. Para colmo, la duda se disipa en cuanto ambas se dan la vuelta, instante en el que la madura no puede ocultar lo obvio: que tiene treinta años más. 

La naturaleza es sabia y concede pocas prórrogas. Los ojos se pueden operar, pero la mirada no. También los labios, pero no el discurso. Lo más inteligente, además de cuidar nuestro aspecto sin caer en el exceso, sería invertir más tiempo y energías en mejorar nuestro interior que, aunque no se ve, está ahí y nos va a acompañar el resto de nuestras vidas. Sospecho que todos resultaríamos mucho más atractivos.

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