Pocas situaciones nos resultan más ingratas a los profesionales del Derecho que las que nos colocan ante la tesitura de solicitar una pericial psicológica a un menor y, en su caso, llevarle delante de un juez para ser sometido a una exploración -sin que ello suponga necesariamente hacerle declarar en el estrado-.
En concreto, la pregunta que en numerosas ocasiones se formulan los involucrados en los procesos de divorcio es la relativa a cuándo deben ser escuchados los testimonios infantiles y si esta opción beneficia o perjudica a sus protagonistas. En mi opinión, tal posibilidad debería emplearse con más frecuencia y a continuación explicaré por qué.
En contra de la práctica habitual de los Juzgados de Familia, los pequeños deberían ser escuchados por los jueces antes que ningún otra parte del proceso y desde el momento mismo en el que los juzgadores tuvieran noticia del conflicto familiar de referencia.
Como punto de partida, conviene dejar claro que, aunque tal vez adolezcan de los suficientes conocimientos, los chavales cuentan generalmente con una inteligencia más que de sobra para sacar conclusiones basadas tanto en sus experiencias personales como en aquellos recuerdos que albergan en su mente y en su corazón. No hay que olvidar que son testigos altamente cualificados de cuanto acontece en el hogar y, por ende, pueden clarificar mejor que nadie la veracidad o falsedad de las acusaciones recíprocas que los cónyuges vierten a menudo en las salas de vistas.
Por lo tanto, escuchar a estos chicos al inicio del procedimiento evitaría en gran medida el tan temido Síndrome de Alienación Parental (SAP), puesto que se impediría que el progenitor alienador –normalmente, el custodio- dispusiese del período necesario para manipular al menor, una tentación bastante común, por desgracia, en la que caen los futuros divorciados. Esta medida tomada a tiempo resultaría muy útil para que los pequeños no estuvieran expuestos a algunas malas interpretaciones, como creer que el padre o la madre ausentes no les llaman nunca por teléfono o no les visitan porque no les quieren o no cumplen con sus correspondientes obligaciones económicas.
En este sentido, tanto el Código Civil como la Ley de Protección Jurídica del Menor aluden como única condición la de que los pequeños cuenten con un grado suficiente de juicio para ser escuchados por sus Señorías. También la Convención sobre los Derechos del Niño recurre al concepto de madurez de modo genérico, sin establecer ningún límite o nivel (como sucede con los doce años en las declaraciones en sede judicial).
En cualquier caso, para constatar si una persona posee dicho grado, debería tener la oportunidad de ser escuchada previamente.
La madurez del ser humano se mide por diversos parámetros, desde la carga genética hasta la educación recibida, y no debería asociarse exclusivamente a su fecha de nacimiento. Así como hay adultos eternamente inmaduros, también existen niños cuya capacidad de raciocinio está fuera de toda duda y que merecen ser escuchados y atendidos. Sólo así será posible salvaguardar su derecho a ser felices y a crecer en un entorno familiar adecuado, sea en régimen de custodia individual o de custodia compartida.
Pero de poco sirve este trámite de exploración de los menores si, a la postre, su opinión no es tenida en cuenta en la medida que debería serlo. Creo que vale la pena reflexionar con la máxima seriedad sobre este delicado asunto.
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