Artículo publicado en La Opinión de Tenerife el 17 de junio de 2016
A medida que se acerca el ansiado fin de semana, los residentes en Santa Cruz de Tenerife sueñan con escaparse unas horas a alguna de las playas del municipio, preferiblemente la de Las Teresitas, a pesar de que la nefasta gestión de los políticos isleños ha condenado a este maravilloso enclave natural a la penosa situación en la que se encuentra y que, salvo milagro, tiene visos de eternizarse. Con la inminente llegada del verano, y ante los monumentales atascos que aumentan año tras año, la Policía Municipal capitalina suele advertir a los futuros bañistas de que tendrá que tomar las medidas necesarias y oportunas para garantizar la fluidez de la circulación de los vehículos que acceden al recinto playero, entre las que a veces se halla el cierre de la entrada al mismo en cuanto se completan sus plazas de aparcamiento.
En su momento, la alternativa ofrecida por la autoridad competente pasaba por utilizar la guagua y aplicar descuentos a aquellos usuarios que dejaran sus coches en el intercambiador, de tal manera que quienes optasen por la solución consistorial podrían arrastrar tras de sí a abuelos, hijos, sombrilla, nevera, mesa, sillas, cubo, pala, rastrillo, baraja de cartas y aparato de radio sin necesidad de madrugar. Además, evitarían una más que probable lipotimia colectiva, resultante de pasar una hora larga atascados a más de treinta grados en un horno de cuatro ruedas, que es el tiempo estimado que lleva recorrer la distancia existente entre Valleseco y San Andrés en tales circunstancias. Hasta aquí, el plan para el sábado.
Pero, como el hombre es el único animal que tropieza dos veces en la misma piedra, al sábado le sigue el domingo y, con él, una nueva posibilidad de meter la pata hasta el fondo. Así que el sufrido contribuyente de turno se levantará a la misma hora que si fuera a trabajar -suponiendo que no sea uno de los cuatro millones largos de parados que pueblan la geografía hispana-, repudiará cualquier otro medio de locomoción y (esta vez sí) dejará a los abuelos en casa, prescindirá incluso de la mesa y las sillas, si me apuran hasta de la baraja de cartas y la radio -la nevera azul y blanca, el cubo, la pala y el rastrillo, obviamente, son innegociables- y emprenderá volante en mano la paradisíaca ruta que atraviesa el Parque Rural de Anaga, Reserva Mundial de la Biosfera.
Cambiará la arena blanca por la negra y el palmeral por los roques para, decenas de curvas después, vislumbrar en lontananza la espectacular belleza de Almáciga, persuadido de que la jornada dominical resultará inolvidable. Y seguramente acertará porque, hasta hace no mucho (lo sé por experiencia), a ambos lados de la carretera se alineaban decenas de utilitarios y camionetas obstaculizando el tránsito, formando una especie de campamento espontáneo colonizado por decenas de individuos incapaces de adaptarse a unas mínimas normas de convivencia que se dedicaban a atemorizar a cualquier vecino o forastero que osase censurar su permanente burla a la legalidad, amparados en que no existía ninguna señal que les impidiera montar sus chiringuitos en los arcenes.
La espeluznante visión incluía a un fulano gritón de aspecto disuasorio, poseedor de una furgoneta con toldo multiusos -bajo cuyo amparo se amontonaban la colchoneta para siestas diurnas y sueños nocturnos, un infiernillo donde calentar los ranchos correspondientes, una cuerda atada a dos varillas para colgar bañadores y vestimentas varias, un reproductor de música estridente y un barreño para poner la vajilla en remojo-. Ni el mismísimo Dante hubiera imaginado un averno más estremecedor, a no ser que, huyendo de los perros peligrosos sin bozal, cuyos dueños presumen de ser los amos de la naturaleza, se hubiera aventurado también a bajar a la playa sorteando los excrementos humanos que adornaban el sendero. Si este escenario ha variado sustancialmente, que algún alma caritativa me informe. Volveré y, además, se lo agradeceré toda la vida.
No hay comentarios:
Publicar un comentario