viernes, 26 de febrero de 2016

¿QUÉ HEMOS HECHO PARA MERECER ESTO?



Artículo publicado en La Opinión de Tenerife el 26 de febrero de 2016

Artículo publicado en La Provincia (Diario de Las Palmas) el 27 de febrero de 2016





Nosotros, el pueblo llano, la vulgar plebe, los siervos de la gleba, las sufridas víctimas de una crisis provocada por otros que no tienen visos de pagar por sus pecados, aprovechamos los Carnavales u otros eventos similares para sumergirnos en un universo alternativo en el que olvidarnos, al menos momentáneamente, de esta ralea político financiera que nos ha colocado en un estremecedor punto de (más que probable) no retorno. Un animado baile y una copa en buena compañía se alzan como las más gratificantes actividades para poder digerir algunas noticias que, por escandalosas, a veces nos vemos obligados a trasegar desde la ironía pura y dura, como mero método de supervivencia. De lo contrario, las probabilidades de sufrir un ataque de ansiedad y/o de mala leche se nos dispararían hora a hora y minuto a minuto. Razones no nos faltan. 

Entre la infinita sarta de despropósitos que estamos abocados a padecer de un tiempo a esta parte, el antaño Ministro y hogaño imputado Rodrigo Rato ya nos advirtió años ha de que los cargos públicos españoles estaban muy mal pagados y que, con semejantes retribuciones tan poco apetitosas, resultaba harto complicado para los partidos reclutar mentes privilegiadas dispuestas a inmolarse por servir a la ciudadanía. “Esto no es bueno para la atracción de talento ni de personas comprometidas”, el expresidente de Bankia dixit. Con un par. Será por eso, pensé yo, que los estadounidenses que aspiran a llegar a la Casa Blanca o a las más altas instancias de la Administración norteamericana acostumbran a estar forrados de antemano, con el fin de que sus saneadas cuentas corrientes neutralicen las ansias mangantes que devoran a sus colegas de la Europa meridional. 

Tampoco se quedaron atrás nuestros dirigentes nacionalistas más conspicuos, entre ellos el anterior jefe del Ejecutivo canario Paulino Rivero, cuando nos regalaron otra visión del asunto, al afirmar que “hay gente que con esfuerzo y con su inteligencia natural es capaz de darle tres o cuatro vueltas a otro que ha estudiado dos o tres carreras universitarias.” y que “con dieciocho años se puede ser concejal. No hace falta tener estudios. Basta con ser una persona lógica y trabajadora.”. Desde entonces, a esta revolucionaria teoría se le conoce popularmente como Universidad de la Vida que, visto lo visto, se torna incompatible con la opción que yo considero más deseable: contar con una formación académica sólida y, además, tener dos dedos de frente y una conciencia a prueba de tentaciones. 

Más allá de la tristeza que produce comprobar su indigencia intelectual, lo verdaderamente imperdonable es que existan en todo el espectro ideológico dirigentes que, sirviéndose de la ambigüedad y de las falsas verdades, se dediquen a engordar sus exiguos currículos y sus oscuros negocios para embaucar a esos compatriotas a quienes deberían gobernar con respeto, rigor y profesionalidad. Los hay de derechas y de izquierdas, mujeres y hombres, jóvenes y viejos, y, por regla general, les une un concepto de la política asociado al trinque al por mayor y a la perpetuación en la poltrona. Basta con escucharles durante un par de minutos para detectar sin margen de error su estulticia y su pobreza discursiva, plagada de “concetos” tales como “miembras, cónyugues o diabetis”.

La fórmula que emplean de cara a la galería es un alarde de imprecisión y elasticidad denominado “tener estudios en”, lo que traducido al román paladino significa “formación y cultura subterráneas”. Como las de aquel Secretario de Estado de la Seguridad Social que, pese a llevar tres lustros haciéndose pasar por médico, jamás se licenció en la carrera de referencia, pequeño detalle que obvió a la hora de cumplimentar su hoja de servicios al intelecto. Descubierto el pillaje, el flamante alto cargo se apresuró a aclarar que él nunca afirmó que fuera galeno, sino que poseía “estudios en Medicina”. Y, acto seguido, se volvió a su despacho. 

martes, 23 de febrero de 2016

UNA CANCIÓN QUE ILUMINA MIS PASOS






Tu beso se hizo calor, 
luego el calor, movimiento, 
luego gota de sudor 
que se hizo vapor, luego viento 
que en un rincón de La Rioja 
movió el aspa de un molino 
mientras se pisaba el vino 
que bebió tu boca roja. 

Tu boca roja en la mía, 
la copa que gira en mi mano, 
y mientras el vino caía 
supe que de algún lejano 
rincón de otra galaxia, 
el amor que me darías, 
transformado, volvería 
un día a darte las gracias. 

Cada uno da lo que recibe 
y luego recibe lo que da, 
nada es más simple, 
no hay otra norma: 
nada se pierde, 
todo se transforma. 

El vino que pagué yo, 
con aquel euro italiano 
que había estado en un vagón 
antes de estar en mi mano, 
y antes de eso en Torino, 
y antes de Torino, en Prato, 
donde hicieron mi zapato 
sobre el que caería el vino. 

Zapato que en unas horas 
buscaré bajo tu cama 
con las luces de la aurora, 
junto a tus sandalias planas 
que compraste aquella vez 
en Salvador de Bahía, 
donde a otro diste el amor 
que hoy yo te devolvería...... 

Cada uno da lo que recibe 
y luego recibe lo que da, 
nada es más simple, 
no hay otra norma: 
nada se pierde, 
todo se transforma.

viernes, 19 de febrero de 2016

¿QUÉ SE ENTIENDE AHORA POR "PROGRESO"?



Artículo publicado en La Opinión de Tenerife el 19 de febrero de 2016

Artículo publicado en La Provincia (Diario de Las Palmas) el 21 de febrero de 2016





Los hombres y mujeres cuya edad actual supera los setenta años conforman unas generaciones que padecieron el peor de los escenarios posible. Primero trabajaron para sus padres y, posteriormente, lo hicieron para sus hijos. Personas como mis padres, que han sido un ejemplo vivo de honradez, generosidad, austeridad y previsión. Para ellos, el trabajo era una oportunidad de progresar y una puerta abierta a un mañana mejor.

Se conformaban con comprar los bienes que entraban dentro de sus posibilidades y, salvo en casos de extrema necesidad, jamás pedían dinero prestado. Pagaban sus facturas puntualmente y siempre ahorraban una parte de sus ingresos por si las circunstancias eran poco propicias. Su ocio consistía en pasar los domingos en el campo, bañarse en el río más cercano y comer una tortilla de patatas en compañía de la familia y de los amigos. Fueron tan prudentes y sensatos que crearon la mayor parte de las empresas que sacaron a España de un oscuro pasado de penurias para lanzarla a un luminoso futuro de oportunidades. 

Pero cometieron el grave error de pretender que sus herederos -que actualmente nos situamos a caballo entre la cuarentena y la cincuentena- no tuviéramos que trabajar tanto como ellos. Animados con la mejor voluntad, consintieron que sus proles arriesgaran más de lo debido, puesto que siempre podían echar mano de los ahorros que, fruto de sus renuncias, ellos habían conseguido reunir. Y en ese histórico momento se abrió la veda al gasto continuo, a la especulación y a la ingeniería financiera, cuya manifestación más conocida ha sido la tristemente famosa “cultura del pelotazo”. 

Hasta hace bien poco, para demostrar que alguien era rico, lo procedente era endeudarse hasta las cejas. Y, así, se pasó sin solución de continuidad del vino de mesa al Cabernet Sauvignon y del bocadillo de chorizo a la nouvelle cuisine. Europa, irrumpió en nuestra patria en forma de subvenciones y la banca se empleó a fondo en hacer nuestros sueños realidad. Y, si algún agorero osaba poner de relieve los fallos del sistema, se le tachaba automáticamente de aguafiestas, mientras la filosofía del “a vivir que son dos días” seguía su racha triunfal. 

Como era de esperar, aquel gigante de pies de barro se vino abajo, aplastándonos a todos. Desde entonces se habla del fin de una era, de que nada volverá a ser como antes, de que nunca más tendremos casas en propiedad ni empleos fijos, de que la provisionalidad formará parte de nuestra existencia y, peor aún, de la de nuestros descendientes, que harán bueno ese aforismo que defiende que los pobres son los nietos de los ricos. Es difícil aventurar cuál será (si es que existe) la solución al inmenso problema que nos acucia pero, a lo mejor, retornar a los valores de antaño podría ser un primer paso. Nada se pierde por probar. 

Hace apenas unas décadas numerosos hogares se erigieron como modelo de esfuerzo y de cordura, y sus moradores no fueron menos felices que nosotros, haciendo buena esa teoría de que no es más feliz el que más tiene sino el que menos necesita. Por lo visto, la sencilla paella, la sandía fresca, el armario de segunda mano o la ropa cosida en casa no eran tan malas opciones. Pero a ver quién es el guapo que les explica este cuento a los chavales que necesitan tener un móvil de última generación o unas zapatillas de marca tanto como el aire que respiran. 

Más nos valdría dar las gracias a tantas y tantas personas que nos dejaron en herencia un país próspero y reproducir su ejemplo. Desgraciadamente, nuestros hijos -esos que ya se han convertido a estas alturas en unos esclavos endeudados y que vislumbran un panorama bastante sombrío-, se limitarán a heredar algunos relatos legendarios sobre la riqueza que sus antepasados fueron capaces de generar a base de ética y de sacrificio.




martes, 16 de febrero de 2016

RECARGA DE ENERGÍA POSITIVA



No sé si se trata de una virtud o de un defecto pero lo cierto es que, entre las características que me definen, se encuentran el optimismo a prueba de bombas y el rechazo frontal al conformismo y a la resignación. Así que, después de la brutal recarga de energía positiva que me han proporcionado este fin de semana mis adorables compañeras de colegio, quiero romper una lanza en favor de todas esas personas que, con su actitud generosa, tratan de neutralizar las malas rachas que a veces atravesamos. 

Siempre he defendido la idea de que la felicidad tiene mucho de voluntariedad, pese a que algunos de mis allegados tuercen el gesto cuando les expongo semejante teoría. Y, para hacerla efectiva, tengo por costumbre (entre otras) no entablar ninguna batalla que considero perdida de antemano. Me parece un desgaste innecesario y prefiero reservar mis fuerzas para otros fines. Con los años he desarrollado un olfato especial para detectar estas contiendas, seguramente porque para mí el tiempo es oro y me disgusta malgastarlo en discusiones que, por su propia esencia, no pueden culminar en clave ni de victoria ni de derrota. 

En esta vida a veces no se trata de ganar o perder, ni de convencer o ser convencido. Tener criterio propio y saberlo expresar sin acritud me parece un premio más que suficiente. Mentiría si dijera que no tengo creencias religiosas ni preferencias políticas, pero ni las exhibo ni las escondo, como tampoco obligo a nadie a compartirlas. Sin embargo, cuando asuntos de un calado tan profundo se sitúan en el centro de los debates, añoro interlocutores capaces de mostrar sus discrepancias con educación y sin resentimiento, alejados de la violencia y de la falta de respeto, coherentes a la hora de exigir para sí mismos los comportamientos que reclaman a quienes piensan de manera diferente a ellos, y dispuestos a aportar soluciones en vez de instalarse en la queja permanente. 

Por eso, creo que debemos centrarnos en lo que nos une y no en lo que nos separa, reparar en lo que tenemos y no en lo que nos falta y, por encima de todo, tratar de socorrer a quienes atraviesan una peor situación que la nuestra. Tal vez con la recesión económica y con la actual crisis de valores nos haya llegado el momento del verdadero compromiso humano: demostrar con hechos que lo primero son las personas. Y, ya de paso, decirles lo mucho que significan para nosotros.

viernes, 12 de febrero de 2016

PRESUNTOS INOCENTES, PROBADOS INDECENTES





Artículo publicado en La Opinión de Tenerife el 12 de febrero de 2016

Artículo publicado en La Provincia (Diario de Las Palmas) el 17 de febrero de 2016

Artículo publicado en Pensamiento Libre Think-Tank 2.0







El concepto jurídico de presunción de inocencia, debido a su notable repercusión mediática, se utiliza muy a menudo en la órbita de la opinión pública, aunque no siempre de modo preciso. Cabe señalar que se trata de un principio jurídico penal que establece la inocencia de las personas, no como excepción, sino como regla, de tal manera que sólo a través de un juicio en el que se demuestre su culpabilidad podrá el Estado aplicarles la pena que les corresponda. También nuestra Carta Magna recoge esta figura en el punto 2 de su artículo 24 y la consagra como un Derecho Fundamental. 

Aunque su aplicación es de ámbito general, si los imputados en un proceso penal son cargos políticos es frecuente que la sociedad realice un juicio paralelo en atención a los hechos dados a conocer a raíz de la apertura de los correspondientes sumarios. Así, los ciudadanos que un día depositaron su confianza en los acusados van sacando irremediablemente sus propias conclusiones sobre la altura moral de los mismos, sin esperar a una resolución definitiva que, saltando de instancia en instancia, tardará muchos años en dictarse, certificando así el drama de una justicia cuya exasperante lentitud la convierte en injusta. 

Las ocasiones en las que se produce un primer pronunciamiento absolutorio, a los afectados y a sus partidarios se les llena la boca hablando de linchamientos inadmisibles perpetrados en portadas de periódicos y en titulares de telediarios, al tiempo que aprovechan, repudiando esa libertad de información que sólo defienden cuando les beneficia, para matar al mensajero. Sin embargo, no es descartable que estos individuos de ejecutoria más que dudosa se libren de sus condenas por los pelos -a veces, por un simple defecto de forma- y, absolución en mano, proclamen a los cuatro vientos su condición de mártires que jamás cometieron pecado, por más que indicios más que contundentes avalen sus comportamientos execrables. 

Llegados a este punto cabe preguntarse si los votantes, habitualmente tratados como tontos de baba, debemos atenernos exclusivamente al resultado de un fallo judicial a veces recurrible y mi respuesta es NO, porque las reprobables conductas de estos sujetos quizá no puedan considerarse delictivas desde un punto de vista estrictamente jurídico pero, sin duda alguna, son imperdonables desde un punto de vista ético y de responsabilidad política. Y es en ese terreno -en el de su estrecha obligación de dar el mejor de los ejemplos- donde las personas honradas han de castigar a las inmorales con su desprecio. Confiando en nuestra intuición y en las flagrantes evidencias, todos somos libres de pensar lo que nos venga en gana sobre la indecencia probada de unos representantes públicos a quienes jamás compraríamos un coche de segunda mano y, acto seguido, obrar en consecuencia. 

Un castigo sumamente saludable y efectivo sería no volver a votarles. Sin embargo, en España la corrupción no pasa factura electoral. Yo misma, como ciudadana que siempre acude a la llamada de las urnas, mantengo una opinión bien formada acerca de algunos escándalos antiguos y recientes con nombres y apellidos -Filesa, GAL, Faisán, ERES, Gürtel, Púnica, Nóos o ITV, entre otros-, con independencia de si sus protagonistas hayan resultado absueltos o condenados y hayan recalado o no en un centro penitenciario. Por fortuna, la Historia con mayúsculas no se escribe exclusivamente en los Tribunales, de modo que una sentencia absolutoria no supone en todos los casos un certificado de inocencia real, como tampoco acredita una conducta ejemplar. 

De hecho, no es infrecuente que los encargados de investigar actuaciones de esta naturaleza reúnan pruebas numerosísimas que, por no ser lo suficientemente concluyentes, aboquen a jueces y magistrados a dictar fallos no condenatorios en el estricto cumplimiento de la máxima “in dubio pro reo”. Pero, de ahí, a colegir que constituyen un refrendo de la honorabilidad de los imputados o a afirmar que los hechos enjuiciados jamás sucedieron, va un abismo. Y podemos ser tontos, pero no tanto.