Artículo publicado en La Opinión de Tenerife el 13 de enero de 2017
Artículo publicado en La Provincia (Diario de Las Palmas) el 15 de enero de 2017
Artículo publicado en La Provincia (Diario de Las Palmas) el 15 de enero de 2017
Entre los infinitos palabros que tenemos que padecer de un tiempo a esta parte por mor de la globalización y el auge de las nuevas tecnologías, sobresale uno que ha entrado con fuerza en los sufridos hogares que gozan de la presencia de adolescentes en su seno. Me estoy refiriendo al término Youtuber, uno de cuyos exponentes más casposos apareció recientemente en todas las cadenas televisivas, cuando la víctima de una de sus gracietas le propinó un pedagógico tortazo con la mano abierta, para regocijo (me incluyo) de la mayoría de los espectadores del experimento. Es lo que tiene llamarle “cara anchoa” a un sufrido repartidor autónomo. Que te deja los cinco dedos marcados en la cara y tienes que salir por piernas a dar de baja tus perfiles internáuticos.
El fenómeno social que protagonizan estos nuevos reyezuelos de las redes sociales, a los que casi nadie recordará dentro de pocos años, no es especialmente novedoso en cuanto a su esencia, porque la difusión de contenidos banales ha sido muy frecuente a lo largo de la Historia. La diferencia radica en su contemporánea vía de difusión, a un simple toque de ratón o de móvil en manos juveniles, desde cualquier lugar y a cualquier hora del día y de la noche. Inexplicablemente, estos nuevos ídolos de masas están siendo capaces de reemplazar en popularidad a las figuras más icónicas del deporte, la música o el cine dedicándose tan sólo a subir videos de su propia cosecha, emitir opiniones (normalmente a voz en grito) de contenido discutible, comentar videojuegos, publicar tutoriales o rodar filmaciones caseras.
El caso es que la explicación fundamental de su existencia es la misma desde que el mundo es mundo, a saber, desarrollar una cultura alternativa no coincidente con la de los adultos, ya sea en cuanto a moda, hábitos o gustos artísticos de toda índole, y su auge coincide con esa concreta etapa evolutiva en la que priman la fuerza del grupo, la rebeldía, la necesidad de autoafirmación y la construcción de la identidad personal. La cuestión es que, hasta hace no mucho, la denominada “caja tonta” ostentaba el monopolio de encumbrar o derribar a una estrella, realidad que ya se ha ido al traste definitivamente con la irrupción de una caterva de dispositivos asociados a Internet, a través de los cuales los chavales descubren a sus héroes sin intermediarios. Y el hecho de que un joven anónimo acumule millones de fieles seguidores sin necesidad de negociar con directores de cadenas y al margen de inversiones millonarias resulta, como mínimo, chocante. De modo que, para bien o para mal, es innegable las reglas de juego han cambiado.
Aun así, mucho me temo que las insensateces que profieren estos peculiares individuos, con ingresos a veces estratosféricos, no se alejarán en exceso de las que compartirán nuestros propios hijos cuando se reúnen con los amigos. En aras de mi estabilidad mental, prefiero pensar que se trata de un sarampión pasajero.
Sigo creyendo que la clave radica en educar en valores y en dialogar con los chicos dentro de un clima de normalidad, tranquilidad y respeto hacia sus gustos, aunque a veces nos parezcan una oda a la vulgaridad.
Apostar por el arte del discernimiento y por la transmisión del sentido crítico no es tarea fácil, pero sólo si disponen de esas herramientas serán capaces de distinguir entre lo imprescindible y lo prescindible, entre lo valioso y lo insignificante. En ese sentido, imponerles nuestra visión del mundo no parece el mejor camino, como tampoco lo es el de la descalificación gratuita de sus mitos ni el del cuestionamiento reiterado de algunas de sus actividades de ocio. Ojalá que cuando alcancen la edad adulta evidencien la evolución lógica de unos jóvenes a quienes se les ha enseñado a razonar y a debatir, a pesar del sobreesfuerzo que ello comporta.
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