viernes, 10 de noviembre de 2017

DE CARRETERAS, DIFUNTOS Y MUERTOS EN VIDA



Artículo publicado en La Opinión de Tenerife el 10 de noviembre de 2017

Artículo publicado en La Provincia (Diario de Las Palmas) el 11 de noviembre de 2017







De un tiempo a esta parte, no pasa una semana sin que los medios de comunicación den cuenta de noticias sobre accidentes de tráfico protagonizadas por conductores que habían bebido o/y tomado drogas antes de ponerse al volante de sus vehículos. Y, con demasiada frecuencia, el resultado de esos accidentes se traduce en el fallecimiento o en unas heridas graves de las víctimas.

Durante el último medio siglo se está trabajando, tanto en España como en casi todo el mundo, para que los coches resulten más seguros, los conductores se responsabilicen de las consecuencias de sus actos y descienda la siniestralidad. Pero, aunque se ha conseguido reducir dicho porcentaje, su incidencia continúa siendo muy elevada.

En ese sentido, coincido plenamente con quienes afirman que la ley ha de contemplar un mayor castigo penal para aquellas conductas cometidas por automovilistas que han consumido alcohol o estupefacientes (a menudo, ambos), así como para las asociadas a las imprudencias graves y a la omisión del deber de socorro. Los sucesivos Gobiernos de España van encadenando campañas mediáticas de concienciación cada vez más crudas (se está otorgando un especial tratamiento informativo a los percances sufridos por peatones y ciclistas) y realizando con asiduidad controles de alcoholemia y de otras sustancias adictivas. Abundando en esta práctica, no está de más indicar que éstas se llevan a cabo para evitar que la gente se desplace por carretera poniendo en peligro la vida propia y las ajenas. En otras palabras, pese a lo que algunos críticos puedan pensar, creo que el afán que subyace no es recaudatorio.

Según datos provenientes de la Organización Mundial de la Salud, más del ochenta por ciento de los accidentes de tráfico tienen su origen en fallos humanos, ya sean despistes, quebrantamientos de las normas, faltas de atención a la carretera o, cada vez más, emprender viaje después de haber ingerido bebidas alcohólicas o recurrido al uso de marihuana, cocaína u otras. Se calcula que casi la mitad de las colisiones y atropellos se producen por este último motivo. La prevalencia, pues, es altamente preocupante y parece lejos de reducirse.

La valoración del problema con las drogas y el alcohol al volante en España, comparado con el resto de países del Viejo Continente, nos sitúa en las primeras posiciones, reflejando así que los españoles figuramos entre los más consumidores de la Unión Europea. Lo cierto es que beber y drogarse no suma los riesgos, sino que los multiplica. Aumenta la imprudencia, impide que el afectado se desplace a una velocidad adecuada (bien por exceso, bien por defecto), dificulta la percepción de la señalización (se ve mal, tarde o con distorsiones) y, lo que es todavía peor, genera una falsa sensación de autocontrol y de dominio de la situación. Mención aparte merecen los enfermos crónicos que padecen estas adicciones. Para ellos la Dirección General de Tráfico trabaja en un programa piloto cuyo objetivo es detectarlos, apartarlos de las vías y promover su rehabilitación.

Vale la pena pararse un momento a reflexionar en cómo puede cambiar una existencia por culpa de una colisión o un arrollamiento: la de los ocupantes del vehículo, la de los damnificados externos y, cómo no, la de sus familiares y amigos. Es un antes y un después. Ya nada vuelve a ser igual, o por haber muerto, o por haber quedado con secuelas gravísimas -tanto físicas como psicológicas- o, en el mejor escenario, por haber sufrido un susto considerable, aun sin consecuencias irreparables.


Personalmente, abogo por una educación vial impartida en los centros escolares desde la más tierna infancia, como formación ciudadana imprescindible. Asimismo, defiendo, junto a una interpretación judicial extensiva de las normas a la hora de aplicar el Código Penal, una reforma legal tendente al endurecimiento de dichas penas, además de un incremento económico de las sanciones asociadas. Los difuntos no merecen menos. Los muertos en vida, tampoco.   




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