viernes, 27 de abril de 2018

LA INMORALIDAD DE PEDIR PERDÓN A DISCRECIÓN



Artículo publicado en La Opinión de Tenerife el 27 de abril de 2018

Artículo publicado en La Provincia (Diario de Las Palmas) el 28 de abril de 2018

Artículo publicado en el Diario de Levante el 2 de mayo de 2018




El 21 de marzo de 1981 era sábado y mi Pamplona natal estrenaba la primavera, seguramente con más ansias que cualquier otra ciudad menos castigada por los fríos invernales. Yo era por aquel entonces una adolescente que anhelaba la llegada del fin de semana como agua de mayo para aparcar un rato los libros y salir de juerga con los amigos. Pero aquella tarde el destino me tenía destinada una macabra vivencia que jamás he podido olvidar. Al doblar la esquina de mi calle me di de bruces con el cadáver ensangrentado de un hombre que acababa de ser tiroteado en la nuca frente a la puerta de la iglesia en la que, junto a su esposa, se disponía a oír misa. Minutos después me enteré de que era el padre de una compañera de colegio, militar de profesión.

Tres décadas después, sin dejar el entorno eclesial y con las fiestas de Navidad a punto de iniciarse, asistí con tristeza al penoso espectáculo ofrecido  por un grupo de sacerdotes que integraban el denominado Foro de Curas de Vizcaya. Por aquel entonces, esos seguidores alternativos de la doctrina cristiana criticaban duramente unas declaraciones realizadas por el Deán de la Catedral de Bilbao en respuesta a otro pastor de rebaños, al parecer tan proclive como ellos a colocar en el mismo plano a las víctimas de ETA y a sus verdugos. El peculiar sacerdote recomendaba con ardor a viudas y huérfanos de toda edad y condición que se abstuvieran de politizar su victimismo, al tiempo que les informaba cortésmente de que los sentimientos de odio y venganza no les ayudarían a sanar sus heridas (como si no lo supieran). A su vez, el citado Deán respondió a su compañero en la fe que condenar las reivindicaciones de quienes jamás habían alzado la mano contra sus asesinos era un insulto a la inteligencia y a la decencia.

Y es que aún a día de hoy sobre todos los protagonistas de esta película de terror no recae la misma responsabilidad. Unos asesinaron y  otros fueron asesinados, por más que algunos clérigos sigan tratando de adornarlo. Así están las cosas en unas diócesis donde la batalla entablada entre los sacerdotes de la vieja guardia -más complacientes con el entorno proetarra- y las nuevas generaciones de religiosos -más concienciados con el dolor de las víctimas- exhibe todavía su patente abismo. Basta leer las manifestaciones realizadas hace escasos días por los obispos vascos y navarros pidiendo perdón por «las complicidades y ambigüedades» de la Iglesia ante la trayectoria de la banda terrorista, y que han sido criticadas por la cuota de sus subordinados que insisten en poner una vela a Dios y otra al diablo.

Muchos pensamos (ayer, hoy y siempre) que es precisamente la actitud ejemplar ante el sufrimiento la que legitima a las víctimas a alzar la voz cuando y como lo estimen conveniente. Más bien tendrían que ser quienes les han condenado de por vida a esa situación los exhortados a demostrar una conversión y un arrepentimiento verdaderos que, hasta la fecha, brillan por su ausencia, como demuestra su reciente y vergonzosa solicitud de perdón a discreción. Lo que aquí se debate, aunque demasiados individuos continúen sin comprenderlo, no tiene nada que ver con el anticristiano “ojo por ojo y diente por diente”. Se trata de impartir justicia humana, no divina. Justicia de la que comienza en el banquillo de los acusados y termina en la celda de una prisión cumpliendo la totalidad de una condena.

¡Qué más quisieran esas víctimas cuyas quejas tanto molestan a algunos presbíteros que poder ver a sus seres queridos, aunque fuera detrás de unas rejas! Desgraciadamente, habrán de resignarse a seguir depositándoles flores sobre sus frías tumbas en los camposantos de media España, después de haber tenido que soportar que desde algunos púlpitos les recomendaran guardar un silencio sepulcral. Para más inri.

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