Artículo publicado en La Opinión de Tenerife el 6 de febrero de 2014
Una de las definiciones de publicidad es aquella
que la asimila al conjunto de técnicas, estrategias y formas de comunicación
orientadas a persuadir sobre la conveniencia de adquirir una serie de productos
o seguir determinadas tendencias con fines comerciales. Por lo tanto, se trata
de atraer la atención de futuros clientes y de captar su interés por un objeto,
una marca o una idea. En definitiva, de estimular su deseo para, acto seguido,
provocarles una conducta orientada a la adquisición del artículo publicitado.
A estas alturas, prácticamente nadie niega que
los anuncios despliegan una influencia muy determinante en la transmisión de modelos
éticos y estéticos que alcanzan repercusión mundial por mor de la
globalización. Están ahí a todas horas, ya sea en las pantallas de cine y
televisión, en las páginas de periódicos y revistas o en las vallas de calles y
avenidas. Y en este contexto, la mujer siempre ha sido objetivo
prioritario por su doble condición de consumidora y, a su vez, de diana de
consumo.
Sobre este último extremo, el de ceder su cuerpo para facilitar el fin
último de la venta, recae la eterna
polémica de un sexismo caracterizado por consolidar y perpetuar ciertas pautas
y roles asignados tradicionalmente a cada uno de los géneros. Muy reacios en la
práctica a los cambios sociales y a las nuevas realidades, algunos
profesionales del marketing continúan empeñados en reproducir un paradigma de
belleza femenina configurado desde una perspectiva masculina muy concreta.
Los spots en cuestión suelen mantener el tradicional reparto de espacios, reservándonos
a nosotras la esfera privada (limpieza, cuidados, alimentación, infancia,
higiene), tradicionalmente alejada del saber, y a ellos la pública, más
asociada al prestigio, al conocimiento y, por qué no decirlo, a la autoridad. El
envoltorio exterior, pues, opera como un valor añadido a las cualidades de la
mercancía de referencia y se recurre a él (bocas, pies, tetas, culos) para
lograr el efecto deseado. O sea, hacer negocio.
El último de estos comerciales ha sido financiado por una cadena norteamericana de
comida rápida y fue emitido hace apenas unos días durante el intermedio de la
final de la Super Bowl, acontecimiento deportivo que suscita una pasión
desmesurada en cientos de millones de espectadores, sean o no estadounidenses. En
él, una joven y voluptuosa rubia se pasea aparentemente desnuda entre unos
puestos callejeros de frutas y verduras, lo que le sirve al cerebro de la cosa
para establecer una comparativa entre las manzanas, los melones y demás muestras
hortofrutícolas con los esculturales atributos de la saludable muchacha, todo ello
acompañado de un rosario de complacidas miradas varoniles. Por fin, se desvela
el misterio: en realidad, ella viste un escueto bikini acompañado de una gigantesca
y sugerente hamburguesa a la que propina un no menos gigantesco y sugerente
mordisco.
Obligado a salir al paso de las numerosas críticas recibidas, el director
de la campaña se ha defendido afirmando que “el anuncio va directamente
dirigido al público objetivo básico de la marca, un hombre hambriento de 18 a
34 años. Sabemos, por nuestra historia, que este es el tipo de anuncio que
quieren ver una y otra vez”.
Seguramente está en lo cierto (basta comprobar el éxito indiscutible de su
propuesta) pero, en mi humilde opinión, el panorama no deja de ser desolador.
Tal vez si se apostara decididamente por dar un giro a este tipo de perfiles,
estaríamos en el buen camino para construir una sociedad más igualitaria y
respetuosa, en la que se valorasen más las mentes que los cuerpos, en la que no
se provocara tanta frustración en los individuos a cuenta de su aspecto y en la
que no se sexualizasen las imágenes y los discursos hasta la náusea. En definitiva,
en la que la ordinariez y la vulgaridad no se aplaudieran ni siquiera cuando se
disfrazan de “broma inofensiva”.
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