Visto lo visto a estas alturas de la película, me sigo
temiendo que las perspectivas políticas y económicas tanto nacionales como
internacionales no van a resultarnos precisamente una fuente de satisfacción.
Si, al menos, los sufridos ciudadanos pudiéramos albergar la esperanza de que
nuestros mandatarios fueran capaces de aprender de sus errores, tal vez
nos resultaría más sencillo enfrentar con otra actitud el futuro que se nos
avecina. El estar escuchando día sí, día también, que todos hemos sido
culpables de la desastrosa coyuntura actual, como si tuviéramos que repartirnos
la responsabilidad del desaguisado en idénticos porcentajes, tampoco ayuda. Por
lo menos a mí, que -deformación profesional, supongo- tengo excesivamente
interiorizados los conceptos de Justicia y de Equidad y, en consecuencia, este
burdo reparto de culpas me parece una estafa.
Sin embargo, lo que sí aprecio con claridad meridiana son
las diferencias insalvables que presentan los distintos países de la Unión
Europea y que, en mi humilde opinión, explican el fracaso de esa Europa global
a la que, supuestamente, aspiran sus dirigentes. Para empezar, el sentimiento
de europeidad no es el mismo en los veintisiete estados miembros. Incluso en
algunos de ellos-particularmente los de la zona meridional- brilla por su
ausencia. A su vez, el norte mira hacia el sur con recelo y, en ocasiones, no
le falta razón. Por otra parte, la moneda común no ha sido argumento suficiente
para crear ese vínculo de pertenencia imprescindible para sentirnos, además de
lo que figure en nuestros respectivos carnés de identidad, también europeos.
Basta con escuchar los discursos de los políticos
norteamericanos en precampaña para constatar que en el Viejo Continente estamos
a años luz de compartir un mismo espíritu, de percibirnos a nosotros mismos
-seamos españoles, alemanes, griegos o franceses- como un bloque
homogéneo.
Y, reconociendo de antemano que las comparaciones son
odiosas y que tampoco al otro lado del Atlántico es oro todo lo que reluce,
confieso que la idea del “sueño americano” me provoca una envidia sana,
comparable a la de la defensa prácticamente unánime que los orgullosos
ciudadanos estadounidenses -con independencia de sus inclinaciones demócratas o
republicanas y ya sean de California, Florida o Wisconsin- hacen de su nación
como un todo. En ese país sigue vigente la sensación de que, si alguien trabaja
intensamente y cumple con la ley, puede llegar hasta donde el talento y la
suerte se lo permitan, y casos como el del mismísimo Barack Obama son buena
prueba de ello.
Sin embargo, aquí hemos llegado a un punto de no retorno
en el que el manido debate de la Europa de dos velocidades está a punto de
reeditarse demorando la mejor solución, que pasa por abandonar los patrones
antiguos y comenzar un edificio nuevo desde la base. En cierto modo, es un fenómeno
que los propios españoles ya estamos padeciendo desde hace tiempo por obra y
gracia del modelo autonómico, en virtud del cual un recién nacido canario o
extremeño no parte en igualdad de condiciones respecto de otro navarro o
madrileño, por citar tan sólo un par de ejemplos.
Pero el pecado de los líderes europeos actuales radica en
que están demasiado atados a sus realidades nacionales -en definitiva, las que
les aseguran o no la reelección de sus cargos- y, mientras tanto, su negativa a
dar el salto definitivo a la verdadera unión salpica a toda la ciudadanía,
hundiéndola en unas desigualdades económicas y sociales cada vez más
flagrantes.
Sin una mayor integración política, la propia integración
económica se verá abocada al fracaso definitivo. Europa necesita replantearse
qué quiere ser dentro de un mundo que avanza con o sin ella y cuyo futuro está
en Asia o, según dicen los científicos de la NASA, en Marte.
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