Artículo publicado en La Opinión de Tenerife el 27 de marzo de 2015
Tragedias tan espeluznantes como la sufrida por la tripulación y el pasaje
de un avión de la compañía Germanwings nos sacuden las entrañas y nos colocan
ante la máxima verdad de la vida, que no es otra que la absoluta certeza de la
muerte, a veces cuando menos se la espera. Y es en situaciones como esta cuando
las personas demostramos nuestra verdadera talla o, inconcebiblemente, la
ausencia de ella. Baste como ejemplo la reacción incalificable de algunos
energúmenos en las redes sociales, escombrera de insensateces por excelencia,
quejándose del retraso en la emisión de su programa favorito -a saber, un
engendro televisivo trufado de musculosos sin cerebro y de analfabetas
siliconadas- a consecuencia de la cobertura informativa del luctuoso suceso.
Igualmente rechazable es el tratamiento de dicha noticia en determinados medios
de comunicación, que se decantan por el sensacionalismo carroñero en detrimento
del respeto y la intimidad de las víctimas del drama. Me temo que, en este
concreto aspecto, nos queda mucho que aprender de nuestros vecinos
centroeuropeos.
Resulta desolador constatar que la insolidaridad tiñe a pasos agigantados
nuestra moderna existencia, esa de cuyo progreso y desarrollo presumimos a voz
en grito. El individualismo se abre paso con fuerza y siempre encontramos
alguna excusa para no colaborar con los más necesitados, aludiendo a que sus
problemas no nos competen y derivando la solución de los mismos a un Estado del
Bienestar que hace aguas por doquier. Descargamos nuestra conciencia con una
facilidad pasmosa y a velocidad de crucero. Sin embargo, el egoísmo no debería convertirse
jamás en nuestro patrón de conducta, precisamente porque es la antítesis de la
humanidad, lo contrario a la esencia que nos diferencia del mundo animal, por
más que sean los propios animales quienes a menudo nos den grandes lecciones de
buen comportamiento.
Por fortuna, también existen sobradas razones para la esperanza. Así,
contrarrestando el fenómeno anterior y devolviéndonos la fe en el género
humano, se alzan multitud de hombres y mujeres solidarios y acogedores que abren
sus mentes y sus corazones sin exclusión, que detectan el tipo de atención que
requieren las circunstancias extremas, que manifiestan su disponibilidad para
la escucha y que hacen de la ayuda gratuita al prójimo su modo de vida. Suelen
presentar un perfil creativo y proclive a la organización que les permite
planificar sus actuaciones de auxilio al margen del paternalismo. Están acostumbrados
a trabajar en equipo y capacitados para formar a otros compañeros en las tareas
que acometen. Asimismo, conocen de primera mano la realidad que les rodea, ya sea
social, política o económica, y su compromiso por construir una sociedad más generosa
les moviliza con rapidez ante cualquier eventualidad inesperada, máxime si
adopta la forma de una catástrofe.
Destinan esa faceta de su personalidad a
mitigar en la medida de sus posibilidades el dolor ajeno, compartiendo con los
afectados unas penas tan intensas que apenas se pueden expresar con palabras.
Pertenecientes a sectores profesionales de lo más diverso, desde bomberos a
policías, pasando por miembros de ONGS como Cruz Roja, sanitarios o religiosos,
dan lo mejor de sí mismos regalando a los demás parte de su tiempo y de sus conocimientos.
Son, sin duda, esos conciudadanos que nos cruzamos a diario y de los que
debemos sentirnos orgullosos y agradecidos. Yo tengo la suerte de conocer a más
de uno y me quito el sombrero ante ellos. Nada me haría más feliz que poder
estar a su altura en trances como el de este reciente siniestro aéreo. Y,
siendo verdad que el destino juega sus cartas y no sabemos qué nos depara, no
es menos cierto que la unión hace la fuerza y que ingredientes como la
compasión, la empatía y la solidaridad nos sirven para elaborar la mejor
medicina para el alma.
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