Artículo publicado en La Opinión de Tenerife el 6 de marzo de 2015
El pasado
sábado 28 de febrero tuve el honor de asistir a una jornada de trabajo que,
dentro del Master en Mediación Civil y Mercantil y de Expertos en Mediación
Familiar, corrió a cargo del prestigioso catedrático de Psicología Social Gonzalo
Musitu Ochoa en el Centro de la Familia de Tenerife. Defensora a ultranza de la
mediación como el mejor camino para la resolución de conflictos en los ámbitos
más diversos -familiar, laboral, escolar, vecinal, mercantil,
civil…-, me resultó sumamente provechoso asistir a las explicaciones de un
experto de la talla del citado ponente que, con una generosidad admirable,
trasladó a los asistentes sus conocimientos y experiencias en unos campos tan
sensibles como los de la socialización infantil y el tránsito a la
adolescencia, incidiendo repetidamente en la importancia clave de los afectos,
de los recursos y del apoyo grupal para acometer un correcto proceso de
aprendizaje vital.
Como complemento
a lo expuesto anteriormente, una fundación catalana de amparo al menor acaba de
institucionalizar la figura de coordinador parental, cuyo campo de actuación se
circunscribirá a divorcios y separaciones que presenten una alta
conflictividad. Es bien sabido que, por desgracia, la utilización de los
menores como arma arrojadiza en las rupturas de pareja es más frecuente de lo
que nadie pudiera imaginar. Sin embargo, el maltrato ejercido de padres a hijos
en el ámbito familiar suele ser invisible y de muy difícil demostración. Los
divorciados que lo llevan a cabo impiden que sus descendientes vean al otro
progenitor y se empeñan en volverles en su contra, en desprestigiarle y en
dinamitar cualquier puente afectivo existente, con el destrozo que ello
conlleva, tanto en la estabilidad emocional infantil como en la del adulto
demonizado, que a veces opta por el suicidio como única escapatoria.
El perfil
del maltratador presenta rasgos de prepotencia, odio y venganza, unos
sentimientos que favorecen la enajenación mental y cuya misión principal se
reduce a impedir que los vástagos comunes conserven vínculo alguno con su ex
cónyuge. Para ello, la mentira y el
autoengaño se alzan como herramientas óptimas para alcanzar el fin pretendido. En
este sentido, es increíble constatar cómo algunos menores, fruto de ese
envenenamiento persistente, llegan incluso a denunciar por malos tratos
ficticios a su padre o a su madre. Antes, las mujeres eran las más proclives a
recurrir a estas incalificables conductas, ya que, por regla general, los hijos
quedaban bajo su supervisión. Por fortuna, esta tendencia a menudo injusta se
ha ido modificando desde hace algunos años y la custodia compartida se abre
paso con firmeza, siendo por eso los varones quienes ahora cometen idénticos
abusos. Es obvio, pues, que los maltratadores no entienden de género, edad ni
ideología.
Desde que
esta figura se creó en Estados Unidos hace más de una década, en dicho país se
han reducido un setenta y cinco por ciento las rupturas consideradas de
conflictividad elevada. Estamos hablando de profesionales de la mediación que
informan al juez de los incumplimientos de las sentencias y que siguen de cerca
los comportamientos de cada miembro de la familia para, de este modo, conocer
los motivos de dichos incumplimientos. En caso de reiteración, se producen en
la parte infractora consecuencias tales como la retirada de la patria potestad
o de la guarda y custodia de los pequeños.
Por esta razón, resulta fundamental
que los afectados -sean niños, adolescentes o jóvenes- se enteren de la verdadera
naturaleza de los hechos acontecidos y restablezcan la comunicación afectiva
con aquellos que un día les dieron la vida y ese nexo que les fue arrebatado
por quienes no quisieron, no supieron o, tal vez, no pudieron dejarles al
margen del conflicto. En palabras del profesor Musitu, “buscar la utopía no es
una búsqueda de lo imposible sino, simplemente, luchar por acortar la distancia
que existe entre lo que son las cosas y lo que deberían ser”.
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