Artículo publicado en La Opinión de Tenerife el 25 de septiembre de 2015
Artículo publicado en La Provincia (Diario de Las Palmas) el 1 de octubre de 2015
Artículo publicado en La Provincia (Diario de Las Palmas) el 1 de octubre de 2015
Si bien, por regla general, el español es un pueblo solidario que se
conmueve sinceramente ante la desgracia ajena -máxime si sus protagonistas son
niños pequeños- y que protesta con ardor al visionar reportajes de chiquillos
que trabajan duramente en países tercermundistas -cargando sacos más grandes
que ellos o doblando la espalda en yacimientos mineros-, acto seguido y mando a
distancia en mano, recala en otra cadena de televisión para disfrutar (es un
decir) de la actuación de una preadolescente que, maquillada como una puerta y
con un atuendo impropio de su edad, interpreta un tema en inglés salpicado de
alusiones cuya traducción al román paladino no resulta apta para menores. Otra
paradoja más, de las muchas que nos toca digerir en los tiempos que corren.
Más de uno pensará que exagero y que las dos situaciones expuestas
anteriormente no son equiparables. Sin embargo, a mí me parece que ambas suponen
formas de explotación infantil con algunos puntos en común, por más que ningún
partido político, sindicato, asociación de defensa de la infancia u organización
no gubernamental se manifieste ni mueva ficha al respecto. Ni que decir tiene
que estoy absolutamente en contra de los concursos que, aprovechando las
supuestas cualidades artísticas de algunos chiquillos, funcionan como
impresionante vehículo de enriquecimiento de las televisiones privadas.
Tras esa apariencia de edulcorada
ingenuidad, se esconde un espectacular negocio millonario y un arma muy eficaz
para alzarse con la victoria en la enconada guerra de las audiencias. Pero,
como quiera que la capacidad de autoengaño del ser humano es infinita, los
promotores de estos shows suelen defenderse diciendo que, a pesar de su corta
edad, los participantes en cuestión están ahí por voluntad propia y saben
perfectamente lo que quieren. Y es justamente ahí donde, en mi opinión, radica
la principal falacia porque, por la misma regla de tres, también podrían
decidir dejar de acudir al colegio o no tomar una medicación que les hubiera
prescrito su pediatra, por citar sólo un par de ejemplos.
Por más talento artístico que muestren o por fuerte que sea la personalidad
que posean, todos los niños están llamados a vivir una infancia normal. Esa es
la razón por la que los psicólogos alertan insistentemente sobre el
doble peligro de arruinar esta etapa
fundamental en la formación de la personalidad y de alcanzar la madurez sin una
sólida base previa, lo más alejada posible de una idea errónea acerca del éxito.
Cada chico necesita acumular experiencias positivas y obtener
un alto grado de estímulos de calidad, pero siempre adecuados a su nivel de
desarrollo interno y externo.
En el caso concreto de estos chavales que cantan y bailan emulando a sus ídolos
adultos, tanto sus padres como las agencias de representación, los productores,
los directores de casting y los responsables de los programas parece que se olvidan
de sus derechos o, como mínimo, que los aparcan temporalmente, sometiéndoles a un
trabajo tan duro y competitivo como el de un adulto. Ni siquiera la propia Administración
demuestra el mínimo celo exigible a la hora de revisar sus condiciones
laborales (cabe recordar en este punto que en España está prohibido trabajar
hasta que no se hayan cumplido los dieciséis años). De hecho, la situación
legal de este colectivo no está regulada adecuadamente. Se solicitan unos
requisitos para la contratación y se otorgan los correspondientes permisos,
pero rara vez se vigila el cumplimiento de unos horarios demasiado agotadores
(vestuario, peluquería, maquillaje, ensayos, tiempo de espera en los camerinos),
que sobrepasan con creces su breve aparición en pantalla para discutible
deleite de millones de espectadores.
Considero que, salvo que tras esa hipotética ansia de triunfo del hijo se
escondan los sueños incumplidos de sus padres,
es preferible esperar a que crezca y, hasta entonces, respetar su
anonimato y matricularle en un conservatorio o en una escuela de danza. Más que
nada por su bien.
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