Artículo publicado en La Opinión de Tenerife el 11 de septiembre de 2015
Artículo publicado en La Provincia (Diario de Las Palmas) el 12 de septiembre de 2015
Artículo publicado en La Provincia (Diario de Las Palmas) el 12 de septiembre de 2015
En determinados aspectos, la raza humana ha avanzado de manera sorprendente en los últimos siglos. Hemos experimentado avances espectaculares en los campos de la ciencia y la tecnología, trazado el mapa de nuestro genoma, llegado a la Luna y progresado en el reconocimiento otrora impensable de derechos fundamentales. Sin embargo, aún nos queda un terreno infinito por delante, uno de cuyos apartados más rechazable es el del maltrato a los animales por pura diversión, amparándonos en esa peregrina idea de la tradición entendida como transmisión de ritos, usos y costumbres populares que se mantienen de generación en generación. Personalmente, me resulta incomprensible que en pleno siglo XXI el hombre necesite hacer daño a otras especies -incluida la suya propia- como complemento de fiestas y jolgorios. Sin duda, es una característica que nos denigra y que dice muy poco de nuestro nivel de empatía hacia el medio natural y los seres vivos que allí habitan.
Sin ir más lejos, el próximo martes se celebrará en la localidad vallisoletana de Tordesillas el famoso festejo del “Toro de la Vega”, jornada que se remonta al siglo XV y en la que un astado es perseguido a las orillas del río Duero por unos lanceros a caballo, cuya misión consiste en acorralarlo y atravesarlo con rejones hasta la muerte. Quien logra darle el puyazo definitivo -el de gracia- es reconocido en el pueblo como un verdadero héroe. Por fortuna, la propia fluidez del concepto de Cultura nos permite desafiar determinado acervo asociado a la atrocidad y, así, la otra cara de este macabro recorrido por las celebraciones más crueles de nuestra tierra la ofrecen algunos pueblos que han sustituido la carne y el hueso por el plástico y el cartón piedra, caso de las cabras que lanzan desde el campanario de la iglesia en Manganeses de la Polvorosa (Zamora) o de los gansos que decapitan en la villa marinera de Lequeitio (Vizcaya). Son dos ejemplos de que la presión social en aras de acabar con aficiones salvajes e indefendibles de todo punto de vista a veces da resultado.
Los defensores de estos espectáculos tan incivilizados aluden habitualmente al factor económico como decisivo para la perpetuación de los mismos y, desde luego, no parece un argumento baladí, sobre todo si quienes lo esgrimen ostentan un cargo de representación ciudadana. Porque cuando una práctica ancestral genera pingües beneficios sobre un territorio, resulta harto complicado oponerse a ella enarbolando las controvertidas banderas de la ética y de la humanidad. De hecho, son los propios políticos los más renuentes a arriesgar sus cargos enfadando a sus virtuales votantes con decisiones impopulares. Pero, aun así, no debemos cejar en la aspiración de modificar esta clase de ocio por otras vías, quizá contempladas a más largo plazo pero, en todo caso, imprescindibles de ser transitadas en algún momento. Es preciso consensuar las posturas de defensores y detractores, habida cuenta además que en los primeros suele prevalecer la voluntad de preservación ritual frente al afán de vejar al ganado. No se trata de aumentar la brecha entre ambos bandos sino de ir imponiendo paulatinamente a través de la educación y de la información la estima y la protección de todo ser vivo.
A día de hoy, vivir en comunidad debería significar, entre otras cosas, posicionarse muy lejos de perspectivas históricas arcaicas que entienden la cultura como un conjunto de valores inmutables que tenemos que acarrear por los siglos de los siglos, aunque representen una apología al sufrimiento gratuito y un atentado a la convivencia decente. Por tanto, hay que manifestar alto y claro que no todas las tradiciones son dignas de perdurar, máxime si pretendemos que nuestros hijos hereden y compartan un planeta más evolucionado y más justo. De lo contrario, habremos fracasado como especie.
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