viernes, 27 de febrero de 2015

NULIDADES MATRIMONIALES Y REVISTAS DEL CORAZÓN


Artículo publicado en La Opinión de Tenerife el 27 de febrero de 2015


Como quiera que nunca falta algún habitual de la prensa rosa que aspira a conseguirla, la nulidad eclesiástica se alza como controvertido objeto de debate en los distintos foros de opinión y a menudo sobran razones para criticar su concesión, máxime por parte de quienes nos tomamos los asuntos religiosos con el debido respeto y la máxima seriedad.

En esta ocasión, la última aspirante a premio es Genoveva Casanova, “escritora” de vocación tardía cuyo mérito principal estriba en haber cazado, vía embarazo gemelar, a un hijo de la difunta Duquesa de Alba y que sólo podrá casarse con José María Michavila, ex ministro de Aznar, viudo y padre de cinco hijos, si la alta jerarquía eclesiástica tiene a bien atender su sorprendente solicitud.

Lo cierto es que el conocimiento real de este modelo de disolución conyugal suele ser tan escaso como erróneo. Se trata de un recurso asociado al credo católico que supone la invalidación del matrimonio por existir un vicio o defecto esencial que sea anterior a la celebración del mismo. Así pues, los interesados en instarla deben haber contraído necesariamente enlace canónico. En otras palabras, no es que la Iglesia anule un matrimonio válido sino que constata que existieron razones previas a su celebración que invalidaron tal vínculo. En ese sentido, se diferencia del divorcio en que éste, por la mera voluntad de uno o de ambos cónyuges, sí disuelve un matrimonio plenamente válido. Cabe indicar en este punto que la existencia o no de descendientes no es óbice para instar el procedimiento, ya que su situación no varía y mantienen idénticos derechos y deberes.

Las causas que pueden esgrimirse se agrupan en tres categorías. La primera la integran los impedimentos -circunstancias externas que hacen imposible realizar el enlace-. La segunda incluye los vicios del consentimiento -circunstancias internas que afectan a la voluntad de los contrayentes-. Y la tercera agrupa los defectos de forma -circunstancias referidas a las formalidades exigidas para celebrar la unión válidamente-. Un ejemplo del primer grupo sería la consanguinidad entre marido y mujer. Dentro del segundo, encajaría el ejercicio de la violencia. En el tercer caso, se podría aludir a la ausencia de párroco o celebrante. No obstante, el elenco de todas ellas es amplio y variado.

Algunos abogados en ejercicio están habilitado para la representación procesal de este tipo de pleitos, si bien lo más recomendable es recurrir a los especialistas en Derecho Canónico, dada la especificidad de la materia de referencia. Como regla general, la duración suele oscilar entre los doce y los dieciocho meses.

El punto de partida es la presentación de la demanda ante el Tribunal Eclesiástico correspondiente, a la que le sucederá la contestación a la misma,  denominada “citación al Dubio”. Acto seguido, se abre un período de prueba, que incluye la confesión judicial de parte y la declaración de los testigos escogidos por los solicitantes. Siempre que el Tribunal lo estime oportuno, es posible recabar la opinión de los peritos. Una vez oídas las partes, practicada la prueba testifical y obtenidos los informes periciales si procede, el juez da por terminada la investigación y los letrados pueden realizar las alegaciones oportunas. Tras  las conclusiones finales del Defensor del Vínculo, se procede a dictar sentencia. Posteriormente, se envía todo el expediente a un segundo Tribunal Eclesiástico para su ratificación y, si ésta se produce, se otorga la nulidad definitiva. Sólo en el caso de que ambos Tribunales difirieran en sus valoraciones, se acudiría a la Sagrada Rota de la Santa Sede, en cuyas manos recaería la resolución definitiva. Una vez concedida la nulidad eclesiástica, los cónyuges recuperan su condición de solteros y, si así lo desean, pueden volver a contraer matrimonio religioso en el futuro.

Se trata, pues, de un proceso lo suficientemente largo, complejo y doloroso como para exponerlo al desprestigio por culpa de algunas decisiones que suscitan alarma social o, peor aún, son objeto de chanza.






martes, 24 de febrero de 2015

LA IGNORANCIA ES LA MAYOR ESCLAVITUD





Quiero (necesito) compartir en mi blog las reflexiones de un colega de profesión a cuenta de la última ocurrencia (los maños dirían “ideica”) que han parido algunos responsables educativos, en este caso del Principado de Asturias.

Confiesa este compañero haberse quedado perplejo, como ciudadano y como padre de escolares, ante este nuevo ingenio de la factoría pública que, ahora desde tierras de Don Pelayo pero, seguramente, pronto asumido por otras Comunidades Autónomas, llevará a aplicar la singular receta de disfrazar las calificaciones académicas. En concreto, se pretende sustituir las calificaciones tradicionales -Suspenso, Aprobado, Bien, Notable y Sobresaliente- por las de “Iniciado”, “En Desarrollo”, “Adquirido” y “Adquirido Ampliamente”.

El texto periodístico que refleja la información de referencia reza como sigue:

El cero patatero, el suspenso absoluto, el “cate” con todas las de la ley, está de capa caída. Ya no se estila. Ya no hay ceros en Primaria ni en la ESO, aunque perviven en el Bachillerato, etapa donde resultan casi insólitos. El “0” pasó a llamarse hace mucho tiempo “Muy Deficiente”. Sonaba mal de todas formas. Un suspenso muy suspenso se llamó después “Muy Insuficiente”. Más tarde, todo quedó en un inconcreto “Necesita Mejorar”. La LOMCE, esa ley “a la trágala” que propició el Gobierno Central a contracorriente, favorece nuevas terminologías políticamente más correctas. Asturias, porque tenía competencias para ello, se inventó una para la evaluación final del tercer curso de Primaria, que podría celebrarse esta misma primavera como experiencia piloto y que tendrá ya carácter oficial a partir del curso 2015-16. El grado de competencias se expresa en estos términos: Iniciado, En Desarrollo, Adquirido y Adquirido Ampliamente. No habrá notas numéricas.(…) Pero mejor huir de la terminología tradicional, aunque muchos de los que tienen de 50 años para arriba hubieran preferido en su día llegar a casa con varios “Iniciado” que con varios ceros. El “Iniciado” indica que estás ahí, que estás en ello, que lo tienes crudo pero aún con posibilidades, con retraso pero no descolgado.

En fin, poco más puedo añadir al despropósito precedente, salvo que, como es bien sabido, ya he traspasado la barrera del medio siglo y no amanece un solo día en el que no agradezca haberme salvado de la quema de la mediocridad educativa imperante en lo que en otro tiempo fue España.

Me pregunto, eso sí, que será lo próximo. Mientras tanto, y por lo que a mí respecta, bastante tengo con salvar a mis hijos de la ignorancia segura a la que les condenan las sucesivas e impresentables leyes educativas diseñadas por nuestros sucesivos e impresentables dirigentes políticos.





viernes, 20 de febrero de 2015

DE PLACENTAS Y OTROS GUISOS


Artículo publicado en La Opinión de Tenerife el 20 de febrero de 2015

Artículo publicado en La Provincia (Diario de Las Palmas) el 4 de marzo de 2015



Que las personas nos parecemos en demasiadas ocasiones como un huevo a una castaña es una realidad irrefutable. Tan irrefutable como que, por fortuna, los seres humanos vamos variando nuestras formas de pensar y de actuar conforme las hojas de nuestros almanaques vitales van cayendo una sobre otra. Y conste en acta que no lo digo como una característica negativa sino, muy al contrario, como una muestra de inteligencia y de capacidad de evolución. Hasta feo estaría que tuviéramos la misma visión de las cosas con dieciocho años que con medio siglo sobre las espaldas, como si las experiencias hubieran pasado por nuestros cuerpos y nuestras almas sin haber dejado huella.

Esta breve entradilla explicativa se debe a que me ha llenado de perplejidad una noticia protagonizada por un colectivo de denominadas “doulas” compuesto, al parecer, por mujeres cuya misión consiste en asesorar a las embarazadas durante el proceso de gestación y asistirles en el parto “como meras acompañantes desde el punto de vista espiritual”, más que nada porque carecen de conocimientos avalados en Ginecología y Obstetricia. La polémica mediática se ha generado a raíz de una denuncia interpuesta por el Colegio Profesional de Enfermería, que las acusa de incurrir en intrusismo y de recomendar prácticas tan extrañas como que la parturienta ingiera su propia placenta a través de sabrosas recetas o mantenga el cordón umbilical del recién nacido sin cortar.

Superado mi impacto inicial, una de las manifestaciones que más me ha sorprendido es que ellas consideran una agresión y hasta una violación el hecho de que las matronas realicen tactos genitales a las futuras madres para constatar cómo va progresando la dilatación uterina. El caso es que leer semejante proclama y hacer memoria ha sido todo uno, ya que en mi caso particular (de ahí lo del huevo y la castaña), jamás me sentí agredida, ni muchos menos violada, por los profesionales que atendieron mis partos cuando introdujeron sus dedos y sus espéculos en mi vagina. Por el contrario, me inundó una tranquilidad infinita -molestias aparte, claro está- al pensar que estaba en manos expertas y que, en caso de necesidad, los avances de la Medicina, desde el instrumental a la anestesia pasando por la higiene y la titulación, se pondrían a mi disposición y a la de mis bebés.

Idéntica sensación de seguridad me invadió cuando tuvimos que cumplir con el preceptivo calendario de vacunaciones. ¡Qué suerte poder mantener a mi prole al margen del contagio de tantas enfermedades otrora mortales y que aún hoy, por desgracia, conservan esa condición en los países más subdesarrollados!, pensé yo, ejemplo viviente del convencionalismo más rancio, al parecer. Porque cuál no sería mi sorpresa al comprobar que también existían progenitores que traducían en clave de atentado aquella inoculación de virus en pequeñas dosis destinada a evitar males mayores y que no estaban por la labor de seguir las recomendaciones de los expertos de la Organización Mundial de la Salud, a quienes no iban a consentir que ningunearan su autoridad paterna, que para eso sus hijos eran suyos y sólo a ellos les competía si sanaban, si enfermaban o si infectaban a sus compañeros de pupitre por obra y  gracia de los caprichos del destino.

Desconozco el porcentaje de ciudadanos que ha optado y que, a buen seguro, seguirá optando por estas prácticas alternativas, aunque me consta que en no pocos casos han tenido que acudir a la carrera a los hospitales tradicionales, sea para dar a luz con éxito, sea para tratar a contrarreloj a sus vástagos de determinadas patologías que podrían haber sido evitadas. Defiendo la libertad individual y respeto, aunque no las comparta, elecciones de lo más variopintas. Pero, sin duda, considero que el interés de los menores debe primar siempre sobre las preferencias de los adultos, padres incluidos, y máxime en ámbitos que les afectan de un modo tan directo como el de la salud.




martes, 17 de febrero de 2015

ODIOSAS COMPARACIONES




Visto lo visto a estas alturas de la película, me sigo temiendo que las perspectivas políticas y económicas tanto nacionales como internacionales no van a resultarnos precisamente una fuente de satisfacción. Si, al menos, los sufridos ciudadanos pudiéramos albergar la esperanza de que nuestros mandatarios fueran capaces de aprender de sus errores,  tal vez nos resultaría más sencillo enfrentar con otra actitud el futuro que se nos avecina. El estar escuchando día sí, día también, que todos hemos sido culpables de la desastrosa coyuntura actual, como si tuviéramos que repartirnos la responsabilidad del desaguisado en idénticos porcentajes, tampoco ayuda. Por lo menos a mí, que -deformación profesional, supongo- tengo excesivamente interiorizados los conceptos de Justicia y de Equidad y, en consecuencia, este burdo reparto de culpas me parece una estafa.

Sin embargo, lo que sí aprecio con claridad meridiana son las diferencias insalvables que presentan los distintos países de la Unión Europea y que, en mi humilde opinión, explican el fracaso de esa Europa global a la que, supuestamente, aspiran sus dirigentes. Para empezar, el sentimiento de europeidad no es el mismo en los veintisiete estados miembros. Incluso en algunos de ellos-particularmente los de la zona meridional- brilla por su ausencia. A su vez, el norte mira hacia el sur con recelo y, en ocasiones, no le falta razón. Por otra parte, la moneda común no ha sido argumento suficiente para crear ese vínculo de pertenencia imprescindible para sentirnos, además de lo que figure en nuestros respectivos carnés de identidad, también europeos.

Basta con escuchar los discursos de los políticos norteamericanos en precampaña para constatar que en el Viejo Continente estamos a años luz de compartir un mismo espíritu, de percibirnos a nosotros mismos -seamos españoles, alemanes, griegos o franceses- como un bloque homogéneo.    

Y, reconociendo de antemano que las comparaciones son odiosas y que tampoco al otro lado del Atlántico es oro todo lo que reluce, confieso que la idea del “sueño americano” me provoca una envidia sana, comparable a la de la defensa prácticamente unánime que los orgullosos ciudadanos estadounidenses -con independencia de sus inclinaciones demócratas o republicanas y ya sean de California, Florida o Wisconsin- hacen de su nación como un todo. En ese país sigue vigente la sensación de que, si alguien trabaja intensamente y cumple con la ley, puede llegar hasta donde el talento y la suerte se lo permitan, y casos como el del mismísimo Barack Obama son buena prueba de ello.

Sin embargo, aquí hemos llegado a un punto de no retorno en el que el manido debate de la Europa de dos velocidades está a punto de reeditarse demorando la mejor solución, que pasa por abandonar los patrones antiguos y comenzar un edificio nuevo desde la base. En cierto modo, es un fenómeno que los propios españoles ya estamos padeciendo desde hace tiempo por obra y gracia del modelo autonómico, en virtud del cual un recién nacido canario o extremeño no parte en igualdad de condiciones respecto de otro navarro o madrileño, por citar tan sólo un par de ejemplos.

Pero el pecado de los líderes europeos actuales radica en que están demasiado atados a sus realidades nacionales -en definitiva, las que les aseguran o no la reelección de sus cargos- y, mientras tanto, su negativa a dar el salto definitivo a la verdadera unión salpica a toda la ciudadanía, hundiéndola en unas desigualdades económicas y sociales cada vez más flagrantes.

Sin una mayor integración política, la propia integración económica se verá abocada al fracaso definitivo. Europa necesita replantearse qué quiere ser dentro de un mundo que avanza con o sin ella y cuyo futuro está en Asia o, según dicen los científicos de la NASA, en Marte.