Artículo publicado en La Opinión de Tenerife el 15 de julio de 2016
Artículo publicado en La Provincia (Diario de Las Palmas) el 17 de julio de 2016
A finales del pasado mes concluyeron las clases en colegios e institutos y
numerosos padres volvimos a casa, además de con nuestros hijos, con un Libro de
Vacaciones debajo del brazo. Unos, siguiendo las recomendaciones de los
profesores para reforzar los conocimientos adquiridos por los niños a lo largo
del curso. Y otros, a pesar de las buenas calificaciones de los vástagos,
convencidos de que un repaso veraniego es beneficioso para encarar los retos
venideros. No obstante, también algunos rechazaron la oferta, por considerar
que verano y deberes son conceptos contradictorios y hasta excluyentes.
La conveniencia de dedicarle un mínimo de atención extra a la Lengua y a
las Matemáticas se ha convertido en el
enésimo debate de este país nuestro, tan proclive a enfrentar posturas que, en
honor a la verdad, no son opuestas. Parece que en España estamos
condenados al blanco o al negro. No hay matices. O los chiquillos tienen que estar
acostándose y levantándose tarde, viendo atardeceres en la playa, jugando al
fútbol con sus amigos y leyendo todos los tebeos del mundo o, por el contrario,
deben estar la totalidad de la jornada haciendo deberes, repasando asignaturas,
enfrentándose a lecturas nada apetecibles o practicando cálculo sin parar.
Personalmente, no puedo compartir la primera apreciación, convencida como
estoy de que 24 horas dan para mucho, siempre y cuando se distribuyan con
cabeza. Defiendo que, aunque su intensidad varíe, los hábitos y las rutinas no
tienen por qué desaparecer de un plumazo durante los períodos vacacionales. La
responsabilidad, la disciplina y el esfuerzo no distinguen un mes de otro y,
por el bien de los menores, tendrían que seguir aplicándose en julio y agosto. Eso
sí, distribuir adecuadamente el tiempo resulta imprescindible para abordar las actividades
estivales, ya estén centradas en el ocio y la diversión o en la realización de
tareas académicas y domésticas. De hecho, se trata de una oportunidad de oro para
que los más pequeños de la casa se involucren en trabajos tales como ordenar,
limpiar, hacer la compra y cocinar. De ese modo, valorarán en su justa medida
el permanente esfuerzo que llevan a cabo sus madres y padres en este terreno.
Abundando en la cuestión, varios estudios científicos han demostrado que en
dos meses y medio al margen del estudio se desaprende, se llega a septiembre en
baja forma intelectual y se tarda más de lo deseable en recuperar el ritmo de
aprendizaje. Quienes consideramos que los chavales deben dedicar un rato diario
a fijar conocimientos y a adquirir cultura,
pensamos asimismo que dicha circunstancia no les impedirá construir
castillos de arena, ver películas, practicar deportes o jugar con las
videoconsolas. Esas siete horas en las que ahora no están en el colegio son
demasiadas para desperdiciarlas saltando de la cama al sofá y del sofá a la
cama.
Además, los adultos no disponemos de las mismas vacaciones y, por lo tanto,
hemos de aguzar el ingenio para cubrir esos largos ratos de separación
familiar. A modo de orientación, existen propuestas lúdicas para todas las
edades, muchas de ellas gratuitas, que se difunden a través de los medios de
comunicación. Desde luego, la solución ideal no estriba en dejar que los chicos,
sobre todo si van camino de la adolescencia, hagan de su capa un sayo y opten
por no dar palo al agua o, peor aún, por pasarse las horas muertas con un mando
en la mano, abonados a una realidad tan virtual como perjudicial. Vale la pena,
pues, ofrecerles también en vacaciones una alternativa educativa perfectamente
compatible con la diversión, tratar de que se entusiasmen con la adquisición de
nuevos conocimientos, aspirar a que asocien el concepto de “estudio” al de una
mejora en todos los sentidos y apostar por la preparación continua, con la
mirada puesta en un futuro que va a llegar mucho antes de lo que ellos se
esperan.
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