martes, 26 de julio de 2016

VIVIR EN PRECARIO







Cada vez con más frecuencia me descubro echando la vista atrás y recordando mis inicios profesionales. Parece mentira que haya transcurrido más de un cuarto de siglo. Y es que formar parte de aquella generación del “baby- boom” solía implicar tener unos padres trabajadores y honrados a carta cabal, cuyo mayor anhelo estribaba en que sus hijos estudiaran todo lo que a ellos les había arrebatado la posguerra. 

Así lo hicimos muchos, conscientes de su sacrificio y de la responsabilidad de aquel legado. Primero, en el colegio y después, si era viable -todavía recuerdo el día que me concedieron una beca-en la Universidad. Pusimos el broche a nuestro currículum académico con idiomas y estudios complementarios y nos lanzamos a la búsqueda del primer empleo a una edad razonable. Algunos hasta lo conseguimos con cierta rapidez -yo tenía veintitrés años-, lo que nos permitió disponer de unos ingresos con los que empezar a planificar un futuro que pasaba inevitablemente por abandonar la casa paterna, bien para fundar nuestra propia familia, bien para diseñar otro modelo de vida alternativo. 

Hacer planes no era una quimera, como tampoco lo era tener hijos en vez de nietos. El hecho es que, con nuestras luces y nuestras sombras -que de todo ha habido-, hemos conseguido llegar al medio siglo con la sensación de haber disfrutado de experiencias vitales relevantes a su debido tiempo. Abundando en esta cuestión, me horroriza la espeluznante realidad que azota hoy en día a muchos jóvenes españoles. La crisis que ha doblegado a nuestra sociedad sin piedad ha ido dejando tantos cadáveres a su paso que nos paseamos a diario por calles y avenidas que más parecen camposantos de sueños y cementerios de ilusiones. 

Ocho de cada diez muchachos asumen que, con suerte, van a tener que depender económicamente de su familia sin fecha de caducidad. Es la vida en precario, consistente en trabajar en lo que sea, al precio que sea y renunciando a la más mínima exigencia sobre sus condiciones laborales. La esclavitud ha vuelto para mostrarnos una de sus múltiples caras, se ha instalado en el ámbito del empleo y su hipotética abolición ni siquiera se vislumbra en el horizonte. 

Merece una mención especial la amarga alternativa de la emigración no deseada, contemplada ya por más de la mitad de los encuestados. Un perverso “déjà vu” de la España de los sesenta, aunque con la terrorífica particularidad de que, por aquel entonces, las víctimas eran mano de obra sin cualificar, pero amparadas al menos en una contratación previa, mientras que a día de hoy adoptan la forma de licenciados bilingües o trilingües que se lanzan sin red sobre tierras extrañas, con grandes posibilidades de iniciar su personal “via crucis” sirviendo mesas en un restaurante de comida rápida. 

Me recuerdan a esos diminutos roedores domésticos que, sobre una rueda diabólica (sin trabajo no hay salario, sin salario no hay vivienda, sin vivienda no hay independencia y sin independencia no hay pareja ni hijos), giran y giran hasta el límite de sus fuerzas. La inmensa mayoría de los afectados culpabiliza a los sucesivos gobiernos de la nación, a los partidos políticos que los sustentan y a unos dirigentes económicos que son los responsables máximos de una catástrofe que, paradójicamente, ni les roza. 

Razón no les falta y desde estas líneas me uno a su indignación. A mí ya no pueden robarme el pasado, pero a ellos les están arrebatando el porvenir sin tener culpa de nada. Urge realizar cambios estructurales, como prioridad y en profundidad, porque los actuales modelos no sirven y tan sólo generan precariedad y desesperación.

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