martes, 6 de diciembre de 2016

CUMPLEAÑOS INFELIZ






Nuestra vigente Carta Magna, votada en referéndum el 6 de diciembre de 1978, cumple hoy treinta y ocho años y en esta efemérides me vuelvo a declarar ferviente partidaria de su urgente necesidad de reforma. Desde hace no poco tiempo existe un debate social sobre la conveniencia de modificar determinados contenidos de la Norma Suprema. Sin embargo, la maduración de esta opción es inversamente proporcional a los deseos de la clase política contemporánea de ponerse manos a la obra. 

Por lo visto, nuestros dirigentes se encuentran muy cómodos sobre este tablero de ajedrez que conforman los ciento sesenta y nueve artículos del texto. De hecho, tan sólo se han introducido dos exiguas modificaciones al mismo. La primera, la adaptación del originario artículo 13.2, por ser aquel incompatible con el posterior Tratado de Maastricht. La última, por cierto muy controvertida, la inclusión del principio de estabilidad presupuestaria en el artículo 135, sospechoso apaño de los dos partidos mayoritarios de la nación, amparados en la “gravedad de la situación económica”. Más allá de estas dos actuaciones puntuales, nada ni nadie ha planteado una reforma constitucional de auténtico calado. 

Sin embargo, parece obvio que aquel respeto reverencial que suscitaba el vértice de nuestro ordenamiento jurídico ha pasado a mejor vida y la culpa de ese desprestigio hunde sus raíces en el pésimo comportamiento de nuestros actuales representantes políticos. La exigencia de cambios por parte de un cada vez más amplio sector de la sociedad despierta no pocos recelos y temores a importantes facciones tanto del PSOE como del PP, convencidos de ser los guardianes por excelencia de las esencias del Pacto de la Transición. Así, tratan de convencer a la ciudadanía de que, con la revisión de aquellos acuerdos posfranquistas, se pondría en riesgo el legado de toda una generación.  

Personalmente, no estoy de acuerdo en absoluto con estos posicionamientos a caballo entre la cobardía y la mediocridad. Creo que, casi cuarenta años después, los ciudadanos hemos cambiado la percepción de aquel sacrosanto consenso y hemos sido capaces de comprobar sus luces pero, también, sus sombras, sus virtudes pero, también, sus defectos -que son muchos y graves-. Educados en otras ideas y valores, empezamos a cuestionarnos algunos dogmas. Ya va pues siendo hora de estimular un debate sereno y razonado sobre cómo deseamos articular nuestra futura convivencia. Por ello, no debería constituir ningún drama que varios de sus aspectos básicos se reformaran y que algunas temidas Cajas de Pandora -como la alternativa a la Monarquía o la revisión del ruinoso modelo autonómico- fueran abiertas. 

A 6 de diciembre de 2016, con un país herido aún por la crisis económica, una separación de poderes tan sólo teórica, un sistema electoral que no respeta la voluntad popular y una mayoría de dirigentes cuya credibilidad es manifiestamente mejorable, el orgullo de ser español se encuentra en peligro de muerte. Los "padres de la patria" no deberían olvidarlo durante sus brindis en esta jornada.

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