Artículo publicado en La Opinión de Tenerife el 16 de diciembre de 2016
Artículo publicado en La Provincia (Diario de Las Palmas) el 18 de diciembre de 2016
Artículo publicado en La Provincia (Diario de Las Palmas) el 18 de diciembre de 2016
Encontrar a un político que hable de modo inteligible y exponga ideas
originales suele ser misión imposible. Lo normal es que apuesten por la nula
imaginación y el uso de obviedades, con discursos rayanos más en la absurdez que
en la coherencia. Hablar para ser entendido no parece tan difícil aunque, eso
sí, tener voluntad resulta esencial.
Lo cierto es que oyendo a los cargos públicos es cuando se comprueba
con horror que la dialéctica y la oratoria continúan siendo las grandes
olvidadas del sistema educativo español. Motivar a los alumnos a que debatan en
clase -como se hace en otros países- y a demostrar sus conocimientos a través
de pruebas orales, constituye aún una utopía. Como consecuencia, en España se
adolece de esa imprescindible habilidad de hablar en público y de una necesaria
capacidad discursiva, lo cual, llevado al terreno de la Política, da como
resultado el triste panorama que reflejan los actuales Parlamentos, tanto el nacional
como los autonómicos.
Para colmo de males, los altos representantes de todas las Administraciones
suelen abonarse a la utilización de su particular jerga como herramienta que
les permita dar contenido a sus, a menudo, incomprensibles y contradictorios
mensajes. Como regla general, someten a los términos a
una perversa carga ideológica con la finalidad de, por un lado, atacar las posiciones de los rivales y,
por otro, enaltecer las propias. Además, y para mayor confusión, conceptos
tales como izquierda, derecha, conservadurismo o progresismo sufren con el paso
del tiempo una desnaturalización por culpa de ese tenaz empeño de acomodarlos a
la realidad cambiante, significando al final lo contrario que al principio.
En este sentido, una de las aportaciones más certeras e hilarantes del
sociólogo Amando de Miguel es su alusión al politiqués, pseudoidioma pleno de
retórica, petulancia y sobredosis de latiguillos insoportables que, llevados al
extremo, derivan en el dialecto tertulianés, y que ni sus mismísimos usuarios entienden
a micrófono cerrado o en sus respectivos entornos familiares y sociales. Se
trata de una lengua plagada de ciudadanos, ciudadanas, compañeros, compañeras y
demás dobletes, siempre agradables al oído (difícilmente se dirige a corruptos
y corruptas, o a parados y paradas, lo que no deja de ser una incoherencia de
la norma). A menudo resulta altisonante, complicada y abstrusa, una auténtica
oda a los lugares comunes -cuando no a la ignorancia más supina-.
Abundando en dicha cuestión, también el gran Mario Moreno nos dejó como
herencia su acreditado método para aparentar sabiduría en todas y cada una de
las ramas del conocimiento, denominado “cantinflear”, o sea, hablar sin decir
nada. Si esa vacuidad se reviste, además, de ambigüedad, polémica y agitación,
el cuadro ya está completo. El toque ambiguo siempre ha resultado muy útil para
captar al mayor número de oyentes y televidentes (quizás, electores). Igual
ocurre con el tono agitador, llamado a suscitar intensas adhesiones o profundos
rechazos. Y lo mismo pasa con la vertiente polémica, dirigida a derrotar a un
adversario que, de no existir, habrá que crear.
Es entonces cuando entra en juego la guerra por las audiencias, entablada
en esas tertulias que proliferan como setas de pino y donde gritar sustituye a
razonar, interrumpir a dialogar y simplificar a argumentar, convirtiendo los
debates políticos en una mera alternativa de entretenimiento, como si de un
espectáculo circense se tratara. Dicha banalización convierte la información y
el debate en productos de consumo, condenándolos a una especie de parodia, sin
rasgo de seriedad ni fundamento.
A ello contribuye en gran medida la retroalimentación
que vincula a los platós con las redes sociales y sus colonizadores trending
topics, hashtags y likes. El
público continúa anhelando ganadores y perdedores, como en aquellas luchas de
gladiadores de antaño, aunque ahora la sangre sea virtual. Por eso, los
enfrentamientos verbales se resuelven a golpe de eficacia escénica audiovisual.
Y, por eso, las declaraciones de los miembros de la clase política suelen ser
un canto a la inconsistencia. Porque, efectivamente, la tramoya gana a la
trama.
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