Artículo publicado en La Opinión de Tenerife el 9 de diciembre de 2016
Artículo publicado en La Provincia (Diario de Las Palmas) el 10 de diciembre de 2016
Artículo publicado en La Provincia (Diario de Las Palmas) el 10 de diciembre de 2016
Me gusta la verdadera Navidad. Los recuerdos y experiencias que voy atesorando a su paso me llenan de felicidad. Antes, como hija. Ahora, como madre. Sé de buena tinta que algunos me tachan de cursi, otros de anacrónica, varios de monjil y, a poco que me descuide, hasta de carca. Pero no me ofendo. Soy una superviviente que venció hace muchos años el vértigo a la no integración social.
Me siento, en esta y en tantas otras cuestiones, como ese piloto que conduce por la autopista en sentido contrario mientras experimenta una inexplicable y malsana satisfacción. Y como, de momento, puedo sobrevivir a mi desafiante condición de perro verde sin lanzarme en brazos de los tranquilizantes, pues miel sobre hojuelas. Probablemente ese día llegará, pero si mi destino piensa que voy facilitarle la labor, va listo. Y mira que persiste en que me una al numeroso ejército de detractores de una celebración religiosa que, muy a su pesar, resiste el paso del tiempo sin fisuras.
Sin embargo yo, invadida por la más terapéutica de las nostalgias, procedo a trasladarme mentalmente cada cincuenta y dos semanas a un espacio y a un tiempo en los que la Navidad no comenzaba, como por desgracia sucede actualmente, a mitades de octubre sino, como dicta la lógica, a primeros de diciembre.
Firmemente decidida a reproducir el formato navideño de una infancia ya lejana, mi pesadilla se inicia cuando la Virgen María aún está de siete meses, momento en el me dirijo a llenar el carro de la compra y me topo por sorpresa con una nutrida selección de turrones, roscos de vino, polvorones y calendarios de Adviento de todos los tamaños y precios, estratégicamente colocados en las estanterías de los pasillos centrales del supermercado.
Sin haberme repuesto todavía del impacto y ataviada con camiseta de tirantes y sandalias, comienzo a escuchar por los altavoces del establecimiento el inevitable villancico de Boney M. Es entonces cuando compruebo con horror que se ha abierto la veda y que los participantes en esta carrera de despropósitos van tomando posiciones. Tienen dos meses por delante para diseñar los fastos de un magno evento cuya razón de ser, cuyo espíritu verdadero, es lo que menos les importa. Porque conviene tener claras las prioridades y lo primero es lo primero, o sea, lo material. La dedicación al alma tendrá que esperar a mejor ocasión.
El estómago es su ídolo de barro y los menús de rigor -esa espeluznante selección de viandas a precios estratosféricos que, una vez digeridas y transformadas en kilos excedentarios, servirán para hacer más llevadera la cuesta de enero a los endocrinólogos- se convierten en la principal preocupación en estas jornadas de homenaje a los excesos. Tampoco es despreciable el grado de estrés asociado a la elección y posterior compra de los imprescindibles regalos. Tan neurótica etapa se desarrolla en dos fases consecutivas. La primera está protagonizada por un orondo anciano de barba blanca que proviene de lejanas y gélidas tierras. Las grandes superficies, cegadas ante sus expectativas de negocio, se han encargado de introducirle con calzador en nuestra civilización, como si compartiéramos con él alguna historia en común.
Así que lleva lustros compitiendo con los protagonistas de la segunda fase, entrados igualmente en años y llegados de los desérticos confines del orbe. Este trío, al parecer con una capacidad económica sustancialmente inferior, no ha podido contratar a unos asesores de marketing mínimamente cualificados y su tardía visita -apenas dos días antes del regreso a las aulas- juega claramente en su contra, a pesar de que a ellos sí les avala un brillante currículo de tradición.
Resumiendo, que agotadas las energías en la realización de sendas pruebas de fuego -banquetes y obsequios- y con los bolsillos como dos agujeros negros de la galaxia, la verdadera esencia de la Navidad quedará otro año más enterrada bajo el grueso manto de la incoherencia. Para no variar.
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