Artículo publicado en La Opinión de Tenerife el 24 de abril de 2015
Cada vez que asisto a noticias tan espeluznantes como la del reciente
asesinato de un profesor a manos de un alumno de trece años en el marco de un
instituto barcelonés, me asalta idéntica mezcla de sensaciones, que van desde el
estupor más profundo a la impotencia más paralizante. Antes solía añadir una
más, que era mi absoluta incapacidad para comprender actuaciones de este tipo. Ahora,
ya no trato de encontrar una explicación porque de sobra sé que no la hay. Y conste
que mi actitud no obedece a ningún embrutecimiento de mi personalidad. Ni mucho
menos. Se debe únicamente a que mi medio siglo ya vivido, sumado a mi
experiencia profesional en el ámbito del Derecho, me han demostrado que ese “lado
oscuro de la fuerza” que antes me resistía a aceptar, ese “mal” que desterraba
exclusivamente para mis adoradas salas de proyección, ese extravío inexplicable
que prefería achacar a una enfermedad mental, existe por sí solo. Sin razones.
Sin excusas. Desde siempre y para siempre.
A la mayor parte de las personas nos cuesta reconocer que no todo tiene una
respuesta razonable. Nos supera aceptar el hecho de que entre nosotros hay
gente mala que no padece ninguna patología física ni psíquica. Mala sin más.
Mala porque sí. Es durísimo asumir la maldad por la maldad. Y más aún lo es constatar
que afecta a cualquier edad, género y condición. Es precisamente esa
incapacidad de comprensión del fenómeno la que impulsa a los legisladores,
hombres y mujeres de carne y hueso elegidos en las urnas para representar a la
ciudadanía en su conjunto, a negarse a elaborar normas adaptadas a la realidad
desnuda. En otras palabras, a regular nuestro mundo tal y como es, no tal y
como lo ven o, peor todavía, tal y como les gustaría que fuera.
No hace falta ser jurista para saber que las penas asociadas a una
vulneración de la ley deben cumplir una triple finalidad. La primera, castigar
el hecho cometido aspirando a la rehabilitación de infractor. La segunda,
servir de aviso para navegantes al resto de los posibles infractores, a fin de que
se abstengan de reproducir el mismo acto si, al menos, no quieren exponerse a
sufrir idénticas consecuencias. Y la tercera, absolutamente ineludible,
proteger a toda la sociedad de una serie de individuos que, por una u otra
circunstancia, la perjudican, la atemorizan y ponen en peligro su exigible
convivencia pacífica y cívica.
Nadie podrá reprocharme que no defienda la reinserción de los condenados,
ni acusarme de abogar por un modelo penitenciario represor al margen de las
garantías jurídicas, ni censurarme por no demostrar la mejor voluntad en todo
lo relacionado con estas materias. Sin embargo, soy de la opinión de que
determinados comportamientos deben castigarse sí o sí, sin complejos y evitando
manifiestas zonas de impunidad que son de sobra conocidas incluso por los
propios autores de los hechos.
En este sentido, ¿es la actual Ley del Menor el instrumento más adecuado
para tratar los casos de gravísimos delitos cometidos por pequeños criminales? Cada vez que un nuevo caso nos sacude las entrañas, los responsables
políticos se aferran, desde su particular concepto de la corrección, a la idea
de que su hipotética reforma no debe abordarse “en caliente”. Me pregunto cuál
les parecerá la temperatura más recomendable para hacer frente a esta papeleta,
porque nunca la acaban de concretar.
Que la infancia y la juventud actuales apenas presentan tolerancia a la
frustración y no están educadas en el autodominio es una realidad que avalan
los docentes de todos los centros escolares, así como los expertos en Psicología.
El alto grado de violencia social no admite discusión. Demasiados chavales carecen de compasión y de respeto por la vida del prójimo,
acostumbrados a transitar por mundos virtuales que visitan a golpe de ratón. Es
imprescindible recordarles que la vida es sagrada. Pero, por el contrario, el
mensaje que reciben es que actuar mal sale gratis.
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