Artículo publicado en La Opinión de Tenerife el 17 de abril de 2015
Artículo publicado en La Provincia (Diario de Las Palmas) el 19 de abril de 2015
Artículo publicado en La Provincia (Diario de Las Palmas) el 19 de abril de 2015
Frases como “sólo se vive una vez, pero una vez es suficiente si lo hacemos
bien”, “no existe el pasado ni el futuro, sino sólo el presente” o “la vida es
eso que pasa mientras estamos ocupados haciendo otros planes” deberían ser
mojones dorados de nuestra trayectoria vital. La impaciencia y la prisa son las
principales enemigas de nuestro día a día. Más que vivir, participamos en una
demencial carrera de obstáculos, pendientes del cronómetro hasta sus últimas
milésimas y ataviados con un numerado dorsal invisible sobre el atuendo
cotidiano. Prácticamente desconectados de la naturaleza al aire libre, nos
pasamos las jornadas corriendo de un lado a otro, esclavos del reloj y con la
lengua fuera. Y esa velocidad que, lamentablemente, domina nuestras acciones,
no nos favorece en ningún aspecto. Más bien, nos embrutece y nos impide
disfrutar de los entornos social y físico.
Consciente de esta realidad tan extendida, soy desde su origen una gran
defensora del denominado “Movimiento Lento”. Sus partidarios opinan que la
actual coyuntura económica ha propiciado una notable inestabilidad climática y
ha aumentado la inseguridad alimentaria, además de haber apostado por la
producción masiva de ropa. Por ello, buscan alternativas en todos estos campos,
como la apuesta por las manufacturas y por su distribución a través de pequeños
comercios a un precio justo, preferiblemente al margen de la esclavitud de las
modas, o como la defensa de los mercados locales de productos frescos a cargo
de los propios agricultores. Desde luego, pocas experiencias merecen más la
pena que saborear unos buenos alimentos en ausencia de la televisión y con un
interlocutor agradable al otro lado de la mesa.
También resultan muy terapéuticas determinadas aficiones tan relajantes
como pasear, leer, escribir, pintar o cantar, por citar tan sólo algunas. Es
imposible no ambicionar una existencia más desacelerada y, por ende, más plena,
controlando con un mayor sosiego el propio periplo vital. No niego que, cuando
las circunstancias apremian, haya que meter la quinta marcha. Pero, en mi
humilde opinión, debería ser la excepción a la regla general. Nos hemos
resignado de entrada a sepultar un presente tangible con las perspectivas de un
futuro intangible y así nos va. Me sorprende la mala prensa de la lentitud,
injustamente asociada a valores negativos como la torpeza, el aburrimiento o la
falta de interés. Creo firmemente que no es así. De hecho, un nivel bajo de
actividad no equivale necesariamente a la
vacuidad o la cortedad de miras.
Con los años he aprendido que la paciencia
tiene premio y que obrar con un ritmo pausado permite gozar más intensamente de
las acciones y de los pensamientos, además de albergar el refugio de las más
brillantes ideas y proyectos. El mero encadenamiento de escenarios impersonales
y carentes de emoción bajo el permanente yugo de un minutero no parece la
opción más deseable para nadie. Por el contrario, aspirar a un equilibrio
lógico entre las obligaciones y las devociones no debería considerarse un
milagro inalcanzable. Retomar el contacto con la naturaleza, recuperar el
placer por la conversación o, sencillamente, permanecer unos minutos al día en
soledad, con la única compañía del silencio, es la mejor medicina para seguir adelante
y recuperar a esos desconocidos para nosotros mismos en los que el estrés nos
ha convertido.
Compadezco a quienes se empeñan en estar en permanente estado de
actividad frenética, porque nunca hallan el hueco para disfrutar de su entorno
y de sus gentes, incluidas las más allegadas. Admito que tal vez sea más
complicado cumplir estos objetivos de lunes a viernes pero, al menos, centremos
nuestros afanes en los fines de semana. Prescindamos de alarmas, respetemos los
ritmos del sueño y rebajemos el grado de actividad. Puesto que es imposible
llegar siempre a todo, seleccionemos con cabeza y con corazón. Dediquemos
tiempo a los otros. O, simplemente, no hagamos nada. Limitémonos a vivir
despacio para no morir deprisa, y no al revés.
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