Artículo publicado en La Opinión de Tenerife el 1 de mayo de 2015
Mi última novela de cabecera ha sido “Peligro de derrumbe”, del escritor y
periodista Pedro Simón, un aguafuerte descarnado de esta brutal crisis
económica cuyo trasfondo es una infame oferta de empleo. Nueve personas
reunidas en una desquiciante sala de espera buscan desesperadamente un trabajo
que les permita vivir y, simultáneamente, recuperar su dignidad. Su destino
está en manos de un director de Recursos Humanos entregado al sadismo y carente
del nivel mínimo de humanidad. Más allá
de recomendar vivamente la lectura de este texto magistral y, sobre todo,
necesario, quiero poner el dedo en la llaga sobre lo que supone la necesidad
perentoria de un puesto de trabajo para millones de ciudadanos de nuestro país,
que ven pasar los días, los meses y los años en una agonía tan fácil de
explicar como, si no se padece en carne propia, difícil de calibrar.
Por eso, lanzo al aire algunas preguntas que me generan enormes dudas y
recelos como, por ejemplo, cuántas empresas reconocen públicamente sus
criterios de selección, o a cuántos de los candidatos no elegidos se les dice
el motivo real de su exclusión, o hasta qué punto los tests de personalidad y
las entrevistas personales son una puerta abierta a la discriminación e,
incluso, a la ilegalidad, por albergar zonas rojas difíciles de controlar.
Que siempre subyace un aspecto subjetivo en los sistemas de contratación es
una realidad indiscutible, como lo es también que, si los contenidos de los
formularios se centran en capacidades como la empatía, la habilidad de
reflexión, la cualidad de trabajar en equipo o la calidad del currículum
aportado, resultan perfectamente defendibles. Lo que no es admisible de ningún
modo es la recurrente tendencia a inmiscuirse en cuestiones tales como el
estado civil, las creencias, la ideología o los planes de tener hijos en el
futuro. En lo tocante a este último aspecto, las mujeres en edad fértil tienen
todas las de perder. Todavía retumban en mis oídos aquellas declaraciones de la
presidenta del Círculo de Empresarios,
Mónica de Oriol, abogando por contratar a féminas mayores de cuarenta y
cinco años o menores de veinticinco, para evitar de ese modo bajas maternales
inconvenientes y poco rentables.
Pero, llegados a este punto tan desgraciadamente habitual, ¿cómo poder
denunciar estas prácticas, a menudo sutiles y sibilinas, y, por ende, casi
imposibles de probar? ¿quién se arriesga a grabar una conversación cuando la
necesidad de conseguir unos ingresos es tan perentoria y si, además, el resto
de candidatos están dispuestos a pasar por cuantos aros circenses se les
presenten en el camino? Tampoco se debe olvidar que el contratador tiene siempre
la facultad de esgrimir la superior preparación para el puesto de su escogido
que de sus rechazados. Aun así, conviene no perder la perspectiva de que, si se
utiliza como escala de puntuación su situación familiar o personal, se le está estigmatizando seriamente.
Salvo excepciones justificadas por exigencias de la concreta función a
desempeñar, ninguna entrevista de trabajo debería abordar las siguientes
cuestiones: cuántos años tiene, cuándo se licenció, si padece alguna enfermedad
o discapacidad, si está casado, soltero o divorciado, si está embarazada, si es
homosexual o heterosexual, si tiene hijos o intención de formar una familia, si
forma parte de un club, si está afiliado a algún partido político o si es
creyente o ateo. Son preguntas que vulneran el derecho a la intimidad y ningún
empleador debería formularlas. De lo contrario, podría enfrentarse a una
denuncia civil y hasta penal, en función del daño sufrido por el aspirante, la
publicidad que se le haya dado a dichas informaciones y las consecuencias
generadas por la situación sufrida.
Sin embargo, la triste realidad, ese
peligro de derrumbe al que alude Pedro Simón, es que, si alguien necesita imperiosamente una salida, contestará lo que sea porque,
en caso contrario, perderá su pasaje en favor de otro náufrago. ¿Quién dijo que
la esclavitud era una reliquia del pasado?
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