Como decía el entrañable Don Hilarión en la
zarzuela “La Verbena de la Paloma”, hoy
las ciencias adelantan que es una barbaridad.
Esta realidad, por otra parte indiscutible, a
algunos nostálgicos recalcitrantes como a mí nos cuesta digerirla convenientemente.
Sin ir más lejos, como aficionada patológica a la lectura que soy, para mí no existen más libros que los libros
de papel. Sé que es un grave error instalarme en semejante postura tan
inflexible pero, de momento, no estoy preparada psicológicamente para dar el
salto al formato electrónico. Llegará, pero no tengo prisa.
Lo mismo que con la literatura me ocurre con
el séptimo arte. Para mí no existen más películas que las exhibidas en pantalla
grande. Lo sé. Es un error instalarme en semejante postura tan inflexible pero,
de momento, no estoy preparada psicológicamente para prescindir de uno de mis
mayores placeres. La magia de la sala oscura, con sus filas de asientos, con su
moqueta en paredes y suelos, con esa atmósfera creada por unos espectadores
ávidos de nuevas experiencias, no puede compararse con la proyección de un DVD encorsetada
entre las cuatro paredes de una pequeña habitación. Tendrá otras ventajas, no
digo yo que no, pero la fascinación de la imagen y el sonido a gran escala no
tiene rival.
No me duelen prendas al reconocer que, aunque
los escritos de épocas pasadas se han conservado -sea en grabados sobre piedras,
sea en papiros, pergaminos o tablas de madera-, las nuevas tecnologías les han
abierto un campo insospechado para su conservación y su difusión. Hasta los
defensores más acérrimos de los libros tradicionales admitimos las ventajas que ofrecen los e-books, entre
ellas la capacidad de almacenamiento, la comodidad de su transporte e, iIncluso
a la larga, el ahorro económico. Pero ¿dónde queda ese aroma a tinta recién
impresa, ese tacto de las hojas al
pasar, esa sensación de acunar a un ser vivo entre los brazos?
Todavía no quiero prescindir de ello. No
puedo. Necesito subrayar las frases, marcar las páginas con los dibujos de mis
hijos, colocar esos pétalos de rosas regaladas con vocación de eternidad.
Aunque me tachen de antigua.
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