Artículo publicado en La Opinión de Tenerife el 3 de julio de 2015
Más de una vez, entre las numerosas ocasiones en las que he querido y/o
debido acudir a hospitales, tanatorios y cementerios, me he sentido indignada ante
la falta de respeto y de sensibilidad que exhiben algunos familiares y
allegados del paciente o del difunto de referencia en lo tocante a su voluntad
más íntima. De más está decir que, para mí, los deseos de quienes atraviesan
por unos trances tan duros (primero, la enfermedad y, finalmente, la muerte)
son sagrados y dignos de ser cumplidos escrupulosamente, al margen de que resulten o no del agrado de sus seres queridos. Sin embargo, lo que para mí constituye
una obligación moral obvia, no concita precisamente una adhesión generalizada.
De hecho, el común de los mortales tuerce el gesto cuando se abordan
situaciones de este tenor que, todo sea dicho de paso, son plenamente
cotidianas y susceptibles de darles cara, demostrando así un mínimo de cariño y
consideración hacia quien las sufre.
Como muestra, un botón. Pocas experiencias más indignantes que la de escuchar los
argumentos de un huérfano o de una viuda, tratando de convencer al auditorio de
turno de que ha incinerado a su madre o esposo porque, aunque aquellos
preferían ser enterrados, era lo que más les convenía -que digo yo que será lo
que más le convenía al que decidió por ellos, saltándose a la torera sus
opiniones, a menudo expresadas abiertamente, en voz alta y ante testigos-.
Así que, con el ánimo de clarificar algunos extremos desde un punto de vista
estrictamente jurídico -al margen de morales, moralidades o moralismos
particulares-, me gustaría trasladar a través de estas líneas la realidad de
que existe una norma (la Ley 41/2002 de 14 de noviembre) que, entre otros aspectos,
regula las denominadas instrucciones previas, por las que una persona mayor de edad, capaz y libre,
manifiesta anticipadamente su voluntad para que esta se cumpla si se dan las
circunstancias en las que no pueda expresarla personalmente, bien sobre los
cuidados y el tratamiento de su salud o (una vez acaecido su fallecimiento) sobre el destino de su cuerpo o de sus órganos, a efectos de trasplantes u
otros fines.
Se trata de un documento que figura en un registro
público y en él designará a uno o dos representantes, que actuarán como
interlocutores de sus mandatos, en todo lo referente a la
autorización de tratamientos médicos, para comunicarlos a los
profesionales sanitarios encargados de sus cuidados, que sólo acudirán a
sus familias y allegados en los casos no contemplados expresamente en dicha
manifestación anticipada de su voluntad.
Deberá formalizarse por escrito y, a elección del otorgante, ante un notario,
un funcionario encargado del propio Registro de las MAV o tres testigos, también
mayores de edad, con plena capacidad de obrar y no vinculados al interesado por
vía matrimonial o análoga, parentesco hasta el segundo grado ni relación
laboral, patrimonial o de servicios.
Ante la duda de cómo son
conocedores los facultativos y el resto del personal sanitario de la existencia
de dicha voluntad manifiesta de su paciente (y que tiene preferencia absoluta
frente a cualquiera otra), existe una conexión informativa a través de la
propia tarjeta sanitaria del interesado. Por lo tanto, no cabe consulta alguna
al resto de su entorno más cercano, que no puede presentar oposición a lo manifestado ni
por el enfermo ni por el difunto.
Estos deseos plasmados
por escrito tan sólo dejarán de tener efecto si se lleva a cabo a posteriori otra declaración de su autor
con distinto contenido, realizada además en el momento del acto médico, emitida
con plena consciencia y con conocimiento informado. En todo caso, lo que haríamos bien en revisar sin ningún género de duda, es el
grado de cumplimiento de esas últimas aspiraciones de nuestros seres queridos que deben
ser respetadas por quienes estamos llamados a atenderles en los instantes más
vulnerables de su existencia.
Por encima de todos y de todo.
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