Artículo publicado en La Opinión de Tenerife el 5 de junio de 2015
Lo que todavía queda de España, junto a sus numerosas virtudes, presenta tristemente algunos graves defectos que le perjudican sobremanera. Al margen de una envidia mundialmente reconocida, indiscutible "marca de la casa", los españoles somos muy dados a enfrentarnos en dos bandos, reminiscencia heredada de una guerra civil fratricida de la que no hemos aprendido casi nada. En consecuencia, nos encanta clasificarnos en fachas o rojos, españolistas o nacionalistas, madridistas o culés, creyentes o ateos, machos o sarasas y racistas o integracionistas, admitiendo con gran dificultad la saludable opción de mezclar tales condiciones. Por lo visto, la gama de los grises nos parece altamente sospechosa. Aquí los comunistas no pueden creer en Dios ni los conservadores renegar del Altísimo. Tampoco se considera normal ser de derechas y estar a favor del matrimonio homosexual o abrazar las ideas socialistas y manifestarse en contra del aborto. Y, por supuesto, ser un auténtico independentista implica preferir que ganen todos y cada uno de los equipos que se enfrenten a la Roja, aunque en su alineación figuren varios jugadores catalanes y vascos. Así nos luce el pelo, ignorantes de nuestra verdadera Historia, que poco o nada tiene que ver con la que, fruto de los complejos que arrastramos desde la Transición, están aprendiendo nuestros jóvenes en los centros escolares de las diecisiete taifas autonómicas.
Desde que el mundo es mundo, los seres humanos se han enzarzado en una sucesión de luchas y contiendas que han dado lugar a los distintos Estados que lo conforman. Cualquier ciudadano con un mínimo de criterio debería saber que los pueblos son lo que son en virtud de la herencia de sus invasores, posteriormente reconvertidos en pobladores. En el caso de España, íberos, celtas, romanos o árabes, entre otros, han dejado sus huellas culturales, artísticas, religiosas y sociológicas sobre cuantos territorios se extienden desde Galicia a Andalucía, desde Cataluña al País Vasco y desde Castilla a los archipiélagos. Sin embargo, esa obsesión patológica de algunos políticos por manipular los sucesos históricos en su propio beneficio les ha servido para poner el acento en lo que a los españoles nos separa en vez de en lo que nos une que, aunque les duela, es mucho y bueno.
Es obvio que un sentimiento tan íntimo como el de pertenencia nace del corazón y no debe ser impuesto a fuerza de himnos ni de banderas. Pero no es menos cierto que difícilmente puede brotar si estos se asocian de modo indisoluble a oscuros episodios que, por recientes, aún permanecen en la memoria colectiva. Por eso, ciertos gobernantes incurren en una imperdonable irresponsabilidad cuando, en vez de rescatar y defender sin fisuras nuestros símbolos comunes, optan por anteponer nuestros elementos diferenciadores con el único afán de seguir detentando el poder y, en vez de imitar a nuestros vecinos europeos, orgullosos de sí mismos y libres para demostrarlo, se apresuran a aprovechar eventos como la reciente Final de la Copa del Rey para reivindicar una serie de cuestiones que no proceden ni en dicho escenario ni en dicho momento.
Estos dos presidentes nacionalistas, máximos representantes del Estado en sus respectivos territorios (mal que les pese) representan asimismo a todos y cada uno de los habitantes de sus Comunidades Autónomas, incluidos quienes no les han votado pero también les pagan el sueldo con sus impuestos. Su sonrisa y su actitud de complacencia ante una pitada que supone algo más que una mera forma de libertad de expresión, dan a los ojos del mundo entero la medida de su pésima educación y de su nulo respeto, tanto al actual Jefe del Estado como al resto de la ciudadanía española. Convendría recordarles a los dirigentes del Partido Popular que uno de los motivos de peso por los que se han visto abocados al infierno de las urnas en las últimas citas electorales es, sin duda, su inexplicable pasividad ante los reiterados incumplimientos de sentencias judiciales y los continuos desafíos de este cariz provenientes de tan sonrientes individuos.
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